Álvaro Mutis Jaramillo (Bogotá, 25 de agosto de 1923) es un novelista y poeta colombiano. Es uno de los grandes escritores hispanoamericanos contemporáneos. A lo largo de su carrera literaria ha recibido, entre otros, el Premio Xavier Villaurrutia en 1988, el Premio Príncipe de Asturias de las Letras en 1997, el Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana en 1997 y el Premio Cervantes en 2001.

Cuento "Sharaya"

Sharaya, el Santón de Jandripur, permanecía desde tiempos muy lejanos sentado a la orilla de la carretera, a la salida de la aldea. Allí recibía las escasas limosnas y las cada vez más raras oraciones de los aldeanos. Su cuerpo se había cubierto de una costra gris y su pelo colgaba en grasientas greñas por las que caminaban los insectos. Sus huesos, forrados por la piel, formaban ángulos oscuros e imposibles que daban a la inmóvil figura un aire pétreo y estatuario que en mucho contribuyera al olvido en que lo tenían las gentes del lugar. Sólo los viejos recordaban aún, entre la niebla de sus mocedades, la llegada del esbelto Santón, entonces con cierto aire mundano y dueño de una locuacidad en materias religiosas que fue perdiendo a medida que ganaba mayores y más vastos dominios en su tarea de meditación al pie del camino.
A pesar del poco o ningún caso que le hacían ahora los habitantes de la aldea, y tal vez gracias a ello, Sharaya era un atento observador de la vida circundante y conocía como pocos las intrincadas y mezquinas historias que se tejían y borraban en el pueblo al paso de los años.

Sus ojos adquirieron una dulce fijeza de bestia doméstica que las gentes confundían con la mansedumbre de la imbecilidad y que los prudentes reconocían como reveladora de la luminosa y total percepción de los más hondos secretos del ser.

Tal era Sharaya, el Santón de Jandripur en el Distrito de Lahore.

La noche que antecedió a su último día fue una noche de lluvia y el río bajó de las montañas crecido, bramando como una bestia enferma, pero de inagotable energía.

Gruesas gotas han resbalado toda la noche sobre la piel del parasol que instalaron las mujeres cuando la gran sequía. Golpea la lluvia como un aviso, como una señal preparada en otro mundo. Nunca había sonado así sobre el tenso pellejo de antílope. Algo me dice y algo en mí ha entendido el insistente mensaje. Se ha formado un gran charco, con el agua que escurre por la blanda cúpula que cree protegerme. Muy pronto se secará porque se acerca una jornada de calor. Comienza el vaho a subir de la tierra y las serpientes a esconderse en sus nidos anegados. En lo alto una cometa sube en torpes cabezadas. Amarilla. Un canto de mujer asciende a purificar la mañana como un lienzo de olvido. Uno sostiene el hilo, el otro me mira largamente y con sorpresa. Me descubre, entro en su infancia. Soy un hito y nazco a una nueva vida. En sus ojos miedo, miedo y compasión. No sabe si soy bestia u hombre. Con un pequeño bambú me busca el dolor y no lo encuentra. Corre hacia el otro, que lo aleja sin volver a mirarme. El Santón de Jandripur. Hace mucho tiempo. Ahora otra cosa y muchas cosas: un Santón, entre ellas. La vastedad de mis dominios se ha extendido hasta el curvo horizonte sin principio ni fin. Vuelve. Extiende su mano hasta tocarme, sin el bastoncillo que lo protegía. Lejano como una estrella o tan cerca como algo que sueño. Es igual. Lo llama su compañero. Cae la cometa, lentamente, buscando su muerte, naciendo. Los árboles la ocultan. Cae al río donde la espera un largo viaje hasta cuando se deslía el papel. Entonces, el esqueleto irá hasta el mar y allí bajará a las profundidades. A su alrededor reconstruirán los corales y las ostras la sólida sombra de su antigua forma y en ella dejarán los peces sus huevos y los cangrejos taparán a sus crías con arena. Irán a morir allí las grandes mantas y sobre sus cadáveres los peces fosforescentes cavarán sus madrigueras de blanda materia en transformación. Un pequeño desorden se hará al paso de las corrientes submarinas y muchos siglos después el breve remolino surgirá a la superficie y luego todo volverá a ser como antes. Un tiempo sin cauce como un grito sin voz en el blanco vacío de la nada. Le llaman vida, presos en sus propias fronteras ilusorias. La mañana se anuncia con este camión. Dos más. Anoche pasaron varios. Soldados de las montañas. Cabecean trasnochados, sostenidos en sus fusiles. No pasa. Se atasca en el lodo de la orilla. El motor gira locamente, ruge con furia, se detienen, vuelve a gemir. Cortan ramas. Vienen otros. Tanques; siete. Lo empujan. Pasa. Gritos. Pobres gritos de rabia contra el agua, contra el barro. Ahora cantan. Cantan el desastre, cantan su sangre, sus mujeres, sus hijos, cantan sus vacas esqueléticas. La gran madre paridora. Mueren de muerte de vida de soldado obediente a la tumba. Campesinos, tejedores, herreros, actores, acólitos del templo, estudiantes, letrados, ladrones, hijos de funcionarios, hombres de las máquinas, hombres del arroz, hombres de los caminos. Se llaman igual, sus rostros son iguales, su muerte es la misma. Desde lejos viene el silencio como una gran red de otro mundo. Los insectos comienzan a despertar. Era una serpiente entre las hojas. La misma, tal vez, que pasó anoche por entre mis piernas. Agua y sangre en frías escamas articuladas. La madre de todos recorre sus dominios, y de sus viejos colmillos mana la leche letal de los milenios. Los deudos venían a menudo para preguntarme la razón de su duelo, mientras el humo de la pira alzaba su sucia tienda en el cielo. Pero ya entonces hacía mucho tiempo que la palabra me fuera inútil y nada hubiera podido decirles. De todas maneras ya lo sabían, pero en otra forma, como sabe la sangre su camino, ciegamente, inútilmente. Temen a la muerte y después descansan en ella y se suman a su fecunda tarea y bajan en cenizas por el río, dejando la tufarada agria de nueva vida, alimento y abono de otros mundos. Huyó tras la maleza. Siente los pasos antes que todos. Hombres de la aldea con sus carretas. Todo se lo llevan. El gran lecho matrimonial regalo de los misioneros. Falso oro chillón y oxidado de sus copulaciones. Huyen entonces. El alcalde con su mujer hidrópica. Miente cuando viene a orar. Los sacerdotes del pequeño templo. Ruedas irregulares que se bambolean y patinan en la usada caja del eje. Vidas incompletas, trozos apenas de la gran verdad, como la costra gris que ensucia la piscina después de las abluciones. Nata de mugre, corazón de la miseria, escala del desperdicio. Y tan seguros en su afán mismo de huir. Otra destrucción los empuja, más honda, la única y verdadera catástrofe en la oscuridad agobiadora e inquieta de su instinto. Vuelven a mirarme. Los más viejos. No sé leer sus ojos. Tampoco puedo ya decirles cómo es inútil escapar de lo que está en todas partes. Es como los que rezan para tener fe o los que labran la tierra para dar de comer a los bueyes que tiran del arado. Y toda la impedimenta de sus astrosas pertenencias. Me dejan ofrendas. Lo que no quieren llevar, lo que les es ajeno en su huida. La viuda con sus hijos. Ojosa, flacos pechos muertos. Flores del templo. No se atreve a tirarlas ni tampoco a dejarlas frente a los ídolos que mañana serán destruidos con la misma furia que los hizo nacer. No irá muy lejos, está señalada, apartada, escogida entre todos. Andra, la que bailó desnuda toda una noche ante el Santón. Sus hijos recordarán un día: «...cuando huimos de Jandripur ella murió en el camino, la subimos a la copa de un árbol muy alto y allí descansó, visitada por los vientos y lavada por las aguas del mundo. Vigilándonos por varios días hasta cuando la perdimos de vista...». Y, sin embargo, tampoco será como ellos creen. No exactamente. Otras cosas habrá que se les ocultarán para siempre y que, sin embargo, llevan consigo. Con la muerte de su gran madre paridora de la muerte, la de los saltos de sangre, la que truena levemente los huesos, la que lima la linfa en su lomo. Miran hacia atrás al silencio de sus hogares abandonados donde gritarán por mucho tiempo todavía sus deseos y sus miedos, sus miserias y sus exaltaciones, tratando de alcanzarlos en su camino. Soldados. Escolta huyendo con banderas de señales. Lo veo. Me ve. Letras y palabras. Me mira. Ir. No sabe. El último. Solo. Tal vez. No sé de qué estoy solo. Vuelve a mirarme, se va tras los otros. Una espada que inventa la cinta azul de su hoja con la palabra de los dioses de la guerra labrada torpemente.

Al mediodía, Sharaya alargó la mano y tomó la mitad de una naranja medio seca y comenzó a masticar un pedazo de la cáscara tenazmente perfumada. El calor de la siesta expandió el aroma de la fruta entre una danza de insectos enloquecidos y que chocaban contra la vieja piel del privilegiado. El ruido de las aguas se fue debilitando y el río tornaba a su antiguo cauce. Cuando comenzó a caer el sol un leve sopor fue apoderándose de los anquilosados miembros del Santón e infundiéndole la beatitud inefable del que sueña descubriendo las pistas secretas de su destino.

Aguas en desorden, saltando y salpicando la fría espuma de la corriente. Agua de las montañas que baja danzando en remolinos y se remansa en el vientre que gira lento, liso y tibio, protegido por el rotundo cáliz de las caderas. Olor de especies quemadas en la pequeña plaza y el agudo sonar de los instrumentos que narran los incidentes de la danza. Risa en la boca sin dientes de la vieja mendiga, risa de la carne recordando, comparando. Lazo implacable y una gran dulzura en el pecho pesando y doliendo y largas tardes del ir y venir de la sangre en sorpresivas mareas y la vecindad de la dicha, la pequeña dicha del hombre, hermana del terror, la breve dicha de dientes de rata comiendo y mascando. Un vasto palio de ceniza sobre la memoria de la carne. Viaje a la sede de los amos de entonces. Los tímidos pastores dueños de una porción del mundo, convertidos en puntillosos comerciantes, pacientes, tercos, soñadores, desamparados fuera de su isla. Hélices mordiendo las turbias aguas de la desembocadura. Una mancha interminable y amarillenta anticipa la gran ciudad bulliciosa de los funcionarios, donde la sabiduría asciende por escaleras simétricas maculadas por el húmedo hollín de las máquinas. Tierras de la razón. Por la plaza hombres y mujeres se apresuran entre la grasosa niebla del ocaso. Colores saltando, un vaso se llena de luces que desaparecen para dar lugar al trazo azul y verde, tome, tome, tome, tome. Salta la espuma del bautismo, salta en el tránsito sombrío de los inconformes y laboriosos amos. Aguas que chorrean sobre las espaldas bautizadas en la raída sombra de la selva, entre gritos de aves y chirrido de insectos. La piel del más sabio, del más viejo, arrugada bajo las tetillas colgantes, mojándose con el agua de la verdad, la que lava antiguas y nuevas concupiscencias, la que borra los títulos ganados en vastas construcciones de piedra, madres de sutiles argumentos. Mi padrino y mi maestro, segundo padre midiendo la superficie de la tierra, chacal virgen de verdad, un sapo amargo, padre de la verdad. Y, por fin, la última lucha al lado de ellos, mis hermanos. Las manifestaciones, las prisiones en las montañas, el partido y sus ramificaciones clandestinas trabajando como venas de un cuerpo que despierta. Aquí mismo, cuando todo parecía haber entrado pacíficamente en orden, hubiera podido aún ser el amo, dictar la ley bajo mi parasol, moverlos hacia lo bueno o hacia lo malo, según conviniera a su destino, predicar una doctrina y hacerlos un poco mejores. El comisionado de bigote rojizo y nuca sudorosa, argumentando a la luz de la sucia lámpara del cuartel. Su antiguo y probado camino de razonamiento por el cual transitan tan seguros pero tan lejos de sí mismos, ahogando sus mejores y más ciertos poderes: «Ninguno sabe por qué les hablas. No les interesa, como tampoco saben por qué estoy aquí, como tampoco lo sé yo. El único que tiene ya todas las respuestas eres tú, pero de nada han de servirte. Siempre se llega al mismo sitio. Tú eres el Santón. No todos pueden serlo. Ellos ponen la ira destructora y el fecundo deseo. Tú miras, indiferente hacia el negro sol de tus conquistas interiores y eres tan miserable y tan pobre como ellos, porque el camino que has recorrido es tan pequeño que no cuenta ante la larga jornada que te propones hacer movido por el engañoso orgullo que te amarra. Ponte a su lado y guíalos y ayúdame a imponer autoridad y a entregar las cosas en orden. Después, ya se las arreglarán como puedan; pero tú que has vivido y te has formado entre nosotros, sabes que nuestra razón es la única a la medida de los hombres. Lo demás es locura. Tú lo sabes». Una pálida cobra, piel de la verdad. Sueño mi vuelta al único sueño que está unido por un extremo a la divinidad que no dice su nombre, al padre y a la madre de los dioses, fugaces fantasmas esclavos del hombre. Sueño mi sueño soñando el sueño del que levanta el pie en la posición del elefante, del que te dice “no temas” con el arco de sus dedos, del portador del fuego, del que viaja en el lomo de la tortuga. La hora viene, vino hace muchas horas y no termina de llegar.

Sharaya se quedó dormido, y en la pesada siesta de la abandonada Jandripur comenzaron a entrar las primeras unidades del ejército invasor. Instalaron sus tiendas y ordenaron sus vehículos. Cuando el Santón despertó, la aldea comenzaba a arder y las húmedas maderas de las casas estallaban en el aire tierno del ocaso nublando el cielo con las altas columnas de humo. Eran muchos, y el roncar de los camiones y de los tanques que seguían llegando indicaba que no se trataba ya de una pequeña avanzada sino del grueso del ejército. Un altoparlante comenzó a dar instrucciones en el agudo y destemplado idioma de las montañas, sobre cómo debían conducirse los soldados en la comarca y sobre las precauciones que debían tomar para cuidarse de los que quedaban escondidos para organizar la resistencia. El ajetreo duró hasta muy entrada la noche, cuando un gran silencio se hizo en la aldea y sus alrededores.

Duermen agotados después de la carrera. Piensan seriamente en la redención de los pueblos, en la igualdad, en el fin de la injusticia, en la fraternidad entre los hombres. Ellos mismos traen un nuevo caos que también mata y una nueva injusticia que también convoca la miseria. Es como el que se lava las manos en un arroyo de aguas emponzoñadas. Ahí vienen dos. Alumbran el camino con una linterna de mano. Campesinos también, jóvenes, casi niños. Una mujer con ellos. Prisionera tal vez o ramera que los sigue para comer y guardar algún dinero. La están desnudando. El viejo rito repetido sin fe y sin amor. Les tiemblan las manos y las rodillas. Vieja vergüenza sobre el mundo. Ella ríe y su piel responde y sus miembros responden a la ola que crece en el cuerpo que la oprime contra la tierra. Madre necesaria. Renacen unidos en la sede de todos los orígenes. Gimen y ríen al mismo tiempo. Un solo cuerpo de dos cabezas ebrias y acosadas en el vértigo de su propio renacer, de su larga agonía. El otro sonríe con timidez. Sonríe de su propia vergüenza y espera. Sembrar hijos en la tierra liberada. Terminaron. Ella se viste. El otro me alumbra con la linterna.

Los soldados y la mujer se quedaron absortos ante el extraño amasijo de trapos mugrientos, alimentos descompuestos y las carnes momificadas del Santón. Evitaron la mirada ardiente y fija de Sharaya, testigo del breve placer que le robaran a sus oscuras vidas perecederas. Bien poco quedaba al Santón de forma humana. La mujer fue la primera en apartar su vista de la hierática figura y comenzó de nuevo a envolverse en sus ropas. Los dos soldados seguían intrigados y se acercaron un poco más. Por fin, el que había esperado, reaccionó bruscamente. «Parece un Santón -dijo-, pero no podemos dejarlo observando el paso de nuestras fuerzas. Ya nos ha visto y ha contado sin duda nuestros camiones y nuestros tanques. Además, nadie vendrá ya a consultarle y a venerarlo. Ha terminado su dominio». El otro se alzó de hombros y, sin volver a mirar, tomó a la mujer por el brazo y se alejó por la blanquecina huella del camino. Antes de alcanzarlos, el que había hablado alzó su ametralladora y apuntó indiferente hacia la ausente figura apergaminada, hacia los ausentes ojos fijos en el perpetuo desastre del tiempo y soltó el seguro del arma.

En cada hoja que se mueve estaba previsto mi tránsito. La escena misma, de tan familiar, me es ajena por entero. Cuando el mochuelo termine su círculo en el alto cielo nocturno, ya se habrá cumplido el deseo de las pobres potencias que nos unen, a él que me mata y a mí que nazco de nuevo en el dintel del mundo que perece brevemente como la flor que se desprende o la marea salina que se escapa incontenible dejando el sabor ferruginoso de la vida en la boca que muere y corre por el piso indiferente del pobre astro muerto viajero en la nada circular del vacío que arde impasible para siempre, para siempre, para siempre.

FIN

Cuento "El ultimo rostro"

Las páginas que van a leerse pertenecen a un legajo de manuscritos vendidos en la subasta de un librero de Londres pocos años después de terminada la segunda guerra mundial. Formaron parte estos escritos de los bienes de la familia Nimbourg-Napierski, el último de cuyos miembros murió en Mers-el Kebir combatiendo como oficial de la Francia libre. Los Nimbourg-Napierski llegaron a Inglaterra meses antes de la caída de Francia y llevaron consigo algunos de los más preciados recuerdos de la familia: un sable con mango adornado de rubíes y zafiros, obsequio del mariscal José Poniatowski al coronel de lanceros Miecislaw Napierski, en recuerdo de su heroica conducta en la batalla de Friedland; una serie de bocetos y dibujos de Delacroix comprados al artista por el príncipe de Nimbourg-Boulac, la colección de monedas antiguas del abuelo Nimbourg-Napierski, muerto en Londres pocos días después de emigrar y los manuscritos del diario del coronel Napierski, ya mencionados.

Por un azar llegaron a nuestras manos los papeles del coronel Napierski y al hojearlos en busca de ciertos detalles sobre la batalla de Bailén, que allí se narra, nuestra vista cayó sobre una palabra y una fecha: Santa Marta, diciembre de 1830. Iniciada su lectura, el interés sobre la derrota de Bailén se esfumó bien pronto a medida que nos internábamos en los apretados renglones de letra amplia y clara del coronel de coraceros. Los folios no estaban ordenados y hubo que buscar entre los ocho tomos de legajos aquellos que, por el color de la tinta y ciertos nombres y fechas, indicaban pertenecer a una misma época.

Miecislaw Napierski había viajado a Colombia para ofrecer sus servicios en los ejércitos libertadores. Su esposa, la condesa Adéhaume de Nimbourg-Boulac, había muerto al nacer su segundo hijo y el coronel, como buen polonés, buscó en América tierras en donde la libertad y el sacrificio alentaran sus sueños de aventura truncados con la caída del Imperio. Dejó sus dos hijos al cuidado de la familia de su esposa y embarcó para Cartagena de Indias. En Cuba, en donde tocó la fragata en que viajaba, fue detenido por una oscura delación y encerrado en el fuerte de Santiago. Allí padeció varios años de prisión hasta cuando logró evadirse y escapar a Jamaica. En Kingston embarcó en la fragata inglesa "Shanon" que se dirigía a Cartagena.

Por razones que se verán más adelante, se transcriben únicamente las páginas del Diario que hacen referencia a ciertos hechos relacionados con un hombre y las circunstancias de su muerte, y se omiten todos los comentarios y relatos de Napierski ajenos a este episodio de la historia de Colombia que diluyen y, a menudo, confunden el desarrollo del dramático fin de una vida.

Napierski escribió esta parte de su Diario en español, idioma que dominaba por haberlo aprendido en su estada en España durante la ocupación de los ejércitos napoleónicos. En el tono de ciertos párrafos se nota empero la influencia de los poetas poloneses exiliados en París y de quienes fuera íntimo amigo, en especial de Adam Nickiewiez a quien alojó en su casa.

29 de junio. Hoy conocí al general Bolívar. Era tal mi interés por captar cada una de sus palabras y hasta el menor de sus gestos y tal su poder de comunicación y la intensidad de su pensamiento que, ahora que me siento a fijar en el papel los detalles de la entrevista, me parece haber conocido al Libertador desde hace ya muchos años y servido desde siempre bajo sus órdenes.

La fragata ancló esta mañana frente al fuerte de Pastelillo. Un edecán llegó por nosotros a eso de las diez de la mañana. Desembarcamos el capitán, un agente consular británico de nombre Page y yo. Al llegar a tierra fuimos a un lugar llamado Pie de la Popa por hallarse en las estribaciones del cerro del mismo nombre, en cuya cima se halla una fortaleza que antaño fuera convento de monjas. Bolívar se trasladó allí desde el pueblecito cercano de Turbaco, movido por la ilusión de poder partir en breves días.

Entramos en una amplia casona con patios empedrados llenos de geranios un tanto mustios y gruesos muros que le dan un aspecto de cuartel. Esperamos en una pequeña sala de muebles desiguales y destartalados con las paredes desnudas y manchadas de humedad. Al poco rato entró el señor Ibarra, edecán del Libertador, para decirnos que Su Excelencia estaba terminando de vestirse y nos recibiría en unos momentos. Poco después se entreabrió una puerta que yo había creído clausurada y asomó la cabeza un negro que llevaba en la mano unas prendas de vestir y una manta e hizo a Ibarra señas de que podíamos entrar.

Mi primera impresión fue de sorpresa al encontrarme en una amplia habitación vacía, con alto techo artesonado, un catre de campaña al fondo, contra un rincón, y una mesa de noche llena de libros y papeles. De nuevo las paredes vacías llenas de churretones causados por la humedad. Una ausencia total de muebles y adornos. Únicamente una silla de alto respaldo, desfondada y descolorida, miraba hacia un patio interior sembrado de naranjos en flor, cuyo suave aroma se mezclaba con el de agua de colonia que predominaba en el ambiente. Pensé, por un instante, que seguiríamos hacia otro cuarto y que esta sería la habitación provisional de algún ayudante cuando una voz hueca pero bien timbrada, que denotaba una extrema debilidad física, se oyó tras de la silla hablando en un francés impecable traicionado apenas por un leve «accent du midi».

-Adelante, señores, ya traen algunas sillas. Perdonen lo escaso del mobiliario, pero estamos todos aquí un poco de paso. No puedo levantarme, excúsenme ustedes.

Nos acercamos a saludar al héroe mientras unos soldados, todos con acentuado tipo mulato, colocaban unas sillas frente a la que ocupaba el enfermo. Mientras éste hablaba con el capitán del velero, tuve oportunidad de observar a Bolívar. Sorprende la desproporción entre su breve talla y la enérgica vivacidad de las facciones. En especial los grandes ojos oscuros y húmedos que se destacan bajo el arco pronunciado de las cejas. La tez es de un intenso color moreno, pero a través de la fina camisa de batista, se advierte un suave tono oliváceo que no ha sufrido las inclemencias del sol y el viento de los trópicos. La frente, pronunciada y magnífica, está surcada por multitud de finas arrugas que aparecen y desaparecen a cada instante y dan al rostro una expresión de atónita amargura, confirmada por el diseño delgado y fino de la boca cercada por hondas arrugas. Me recordó el rostro de César en el busto del museo Vaticano. El mentón pronunciado y la nariz fina y aguda, borran un tanto la impresión de melancólica amargura, poniendo un sello de densa energía orientada siempre en toda su intensidad hacia el interlocutor del momento. Sorprenden las manos delgadas, ahusadas, largas, con uñas almendradas y pulcramente pulidas, ajenas por completo a una vida de batallas y esfuerzos sobrehumanos cumplidos en la inclemencia de un clima implacable.

Un gesto del Libertador -olvidaba decir que tal es el título con que honró a Bolívar el Congreso de Colombia y con el cual se le conoce siempre más que por su nombre o sus títulos oficiales- me impresionó sobremanera, como si lo hubiera acompañado toda su vida. Se golpea levemente la frente con la palma de la mano y luego desliza ésta lentamente hasta sostenerse con ella el mentón entre el pulgar y el índice; así permanece largo rato, mirando fijamente a quien le habla. Estaba yo absorto observando todos sus ademanes cuando me hizo una pregunta, interrumpiendo bruscamente una larga explicación del capitán sobre su itinerario hacia Europa.

-Coronel Napierski, me cuentan que usted sirvió bajo las órdenes del mariscal Poniatowski y que combatió con él en el desastre de Leipzig.

-Sí, Excelencia -respondí conturbado al haberme dejado tomar de sorpresa-, tuve el honor de combatir a sus órdenes en el cuerpo de lanceros de la guardia y tuve también el terrible dolor de presenciar su heroica muerte en las aguas del Elster. Yo fui de los pocos que logramos llegar a la otra orilla.

-Tengo una admiración muy grande por Polonia y por su pueblo -me contestó Bolívar-, son los únicos verdaderos patriotas que quedan en Europa. Qué lástima que haya llegado usted tarde. Me hubiera gustado tanto tenerlo en mi Estado Mayor -permaneció un instante en silencio, con la mirada perdida en el quieto follaje de los naranjos-. Conocí al príncipe Poniatowski en el salón de la condesa Potocka, en París. Era un joven arrogante y simpático, pero con ideas políticas un tanto vagas. Tenía debilidad por las maneras y costumbres de los ingleses y a menudo lo ponía en evidencia, olvidando que eran los más acerbos enemigos de la libertad de su patria. Lo recuerdo como una mezcla de hombre valiente hasta la temeridad pero ingenuo hasta el candor. Mezcla peligrosa en los vericuetos que llevan al poder. Murió como un gran soldado. Cuántas veces al cruzar un río (he cruzado muchos en mi vida, coronel) he pensado en él, en su envidiable sangre fría, en su espléndido arrojo. Así se debe morir y no en este peregrinaje vergonzante y penoso por un país que ni me quiere ni piensa que le haya yo servido en cosa que valga la pena.

Un joven general con espesas patillas rojizas, se apresuró respetuosamente a interrumpir al enfermo con voz un tanto quebrada por encontrados sentimientos:

-Un grupo de viles amargados no son toda Colombia, Excelencia. Usted sabe cuánto amor y cuánta gratitud le guardamos los colombianos por lo que ha hecho por nosotros.

-Sí -contestó Bolívar con un aire todavía un tanto absorto-, tal vez tenga razón, Carreño, pero ninguno de esos que menciona estaban a mi salida de Bogotá, ni cuando pasamos por Mariquita.

Se me escapó el sentido de sus palabras, pero noté en los presentes una súbita expresión de vergüenza y molestia casi física. Tornó Bolívar a dirigirse a mí con renovado interés:

-Y ahora que sabe que por acá todo ha terminado, ¿qué piensa usted hacer, coronel?

-Regresar a Europa -respondí- lo más pronto posible. Debo poner orden en los asuntos de mi familia y ver de salvar, así sea en parte, mi escaso patrimonio.

-Tal vez viajemos juntos -me dijo, mirando también al capitán.

Éste explicó al enfermo que por ahora tendría que navegar hasta La Guaira y que, de allí, regresaría a Santa Marta para partir hacia Europa. Indicó que sólo hasta su regreso podría recibir nuevos pasajeros. Esto tomaría dos o tres meses a lo sumo porque en La Guaira esperaba un cargamento que venía del interior de Venezuela. El capitán manifestó que, al volver a Santa Marta, sería para él un honor contarlo como huésped en la "Shanon" y que, desde ahora, iba a disponer lo necesario para proporcionarle las comodidades que exigía su estado de salud.

El Libertador acogió la explicación del marino con un amable gesto de ironía y comentó:

-Ay, capitán, parece que estuviera escrito que yo deba morir entre quienes me arrojan de su lado. No merezco el consuelo del ciego Edipo que pudo abandonar el suelo que lo odiaba.

Permaneció en silencio un largo rato; sólo se escuchaba el silbido trabajoso de su respiración y algún tímido tintineo de un sable o el crujido de alguna de las sillas desvencijadas que ocupábamos. Nadie se atrevió a interrumpir su hondo meditar, evidente en la mirada perdida en el quieto aire del patio. Por fin, el agente consular de Su Majestad británica se puso en pie. Nosotros le imitamos y nos acercamos al enfermo para despedirnos. Salió apenas de su amargo cavilar sin fondo y nos miró como a sombras de un mundo del que se hallaba por completo ausente. Al estrechar mi mano me dijo sin embargo:

-Coronel Napierski, cuando lo desee venga a hacer compañía a este enfermo. Charlaremos un poco de otros días y otras tierras. Creo que a ambos nos hará mucho bien.

Me conmovieron sus palabras. Le respondí:

-No dejaré de hacerlo, Excelencia. Para mí es un placer y una oportunidad muy honrosa y feliz el poder venir a visitarle. El barco demora aquí algunas semanas. No dejaré de aprovechar su invitación.

De repente me sentí envarado y un tanto ceremonioso en medio de este aposento más que pobre y después de la llaneza de buen tono que había usado conmigo el héroe.

Es ya de noche. No corre una brizna de viento. Subo al puente de la fragata en busca de aire fresco. Cruza la sombra nocturna, allá en lo alto, una bandada de aves chillonas cuyo grito se pierde sobre el agua estancada y añeja de la bahía. Allá al fondo, la silueta angulosa y vigilante del fuerte de San Felipe. Hay algo intemporal en todo esto, una extraña atmósfera que me recuerda algo ya conocido no sé dónde ni cuándo. Las murallas y fuertes son una reminiscencia medieval surgiendo entre las ciénagas y lianas del trópico. Muros de Aleppo y San Juan de Acre, kraks del Líbano. Esta solitaria lucha de un guerrero admirable con la muerte que lo cerca en una ronda de amargura y desengaño. ¿Dónde y cuándo viví todo esto?

30 de junio. Ayer envié un grumete para que preguntara cómo seguía el Libertador y si podía visitarle en caso de que se encontrara mejor. Regresó con la noticia de que el enfermo había pasado pésima noche y le había aumentado la fiebre. Personalmente, Bolívar me enviaba decir que, si al día siguiente se sentía mejor, me lo haría saber para que fuera a verlo. En efecto, hoy vinieron a buscarme, a la hora de mayor calor, las dos de la tarde, el general Montilla y un oficial cuyo apellido no entendí claramente. «El Libertador se siente hoy un poco mejor y estaría encantado de gozar un rato de su compañía», explicó Montilla repitiendo evidentemente palabras textuales del enfermo. Siempre se advierte en Bolívar el hombre de mundo detrás del militar y el político. Uno de los encantos de sus maneras es que la banalidad del brillante frecuentador de los sajones del consulado ha cedido el paso a cierta llaneza castrense, casi hogareña, que me recuerdan al mariscal McDonald, duque de Tarento o al conde de Fernán Núñez. A esto habría que agregar un personal acento criollo, mezcla de capricho y fogosidad, que lo han hecho, según es bien conocido, hombre en extremo afortunado con las mujeres.

Me llevaron al patio de los naranjos, en donde le habían colgado una hamaca. Dos noches de fiebre marcaban su paso por un rostro que tenía algo de máscara frigia. Me acerco a saludarlo y con la mano me hace señas de que tome asiento en una silla que me han traído en ese momento. No puede hablar. El edecán Ibarra me explica en voz baja que acaba de sufrir un acceso de tos muy violento y que de nuevo ha perdido mucha sangre. Intento retirarme para no importunar al enfermo y éste se incorpora un poco y me pide con una voz ronca, que me conmueve por todo el sufrimiento que acusa:

-No, no, por favor, coronel, no se vaya usted. En un momento ya estaré bien y podremos conversar un poco. Me hará mucho bien..., se lo ruego..., quédese.

Cerró los ojos. Por el rostro le cruzan vagas sombras. Una expresión de alivio borra las arrugas de la frente. Suaviza las comisuras de los labios. Casi sonríe. Tomé asiento mientras Ibarra se retiraba en silencio. Transcurrido un cuarto de hora pareció despertar de un largo sueño. Se excusó por haberme hecho llamar creyendo que iba a estar en condiciones de conversar un rato. «Hábleme un poco de usted -agregó-, cuál es su impresión de todo esto», y subrayó estas palabras con un gesto de la mano. Le respondí que me era un poco difícil todavía formular un juicio cierto sobre mis impresiones. Le comenté de mi sensación en la noche, frente a la ciudad amurallada, ese intemporal y vago hundirme en algo vivido no sé dónde, ni cuándo. Empezó entonces a hablarme de América, de estas repúblicas nacidas de su espada y de las cuales, sin embargo, allá en su más íntimo ser, se siente a menudo por completo ajeno.

-Aquí se frustra toda empresa humana -comentó-. El desorden vertiginoso del paisaje, los ríos inmensos, el caos de los elementos, la vastedad de las selvas, el clima implacable, trabajan la voluntad y minan las razones profundas, esenciales, para vivir, que heredamos de ustedes. Esas razones nos impulsan todavía, pero en el camino nos perdemos en la hueca retórica y en la sanguinaria violencia que todo lo arrasa. Queda una conciencia de lo que debimos hacer y no hicimos y que sigue trabajando allá adentro, haciéndonos inconformes, astutos, frustrados, ruidosos, inconstantes. Los que hemos enterrado en estos montes lo mejor de nuestras vidas, conocemos demasiado bien los extremos a que conduce esta inconformidad estéril y retorcida. ¿Sabe usted que cuando yo pedí la libertad para los esclavos, las voces clandestinas que conspiraron contra el proyecto e impidieron su cumplimiento fueron las de mis compañeros de lucha, los mismos que se jugaron la vida cruzando a mi lado los Andes para vencer en el Pantano de Vargas, en Boyacá y en Ayacucho; los mismos que habían padecido prisión y miserias sin cuento en las cárceles de Cartagena el Callao y Cádiz de manos de los españoles? ¿Cómo se puede explicar esto si no es por una mezquindad, una pobreza de alma propias de aquellos que no saben quiénes son, ni de dónde son, ni para qué están en la tierra? El que yo haya descubierto en ellos esta condición, el que la haya conocido desde siempre y tratado de modificarla y subsanarla, me ha convertido ahora en un profeta incómodo, en un extranjero molesto. Por esto sobro en Colombia, mi querido coronel, pero un hado extraño dispone que yo muera con un pie en el estribo, indicándome así que tampoco mi lugar, la tumba que me corresponde, está allende el Atlántico.

Hablaba con febril excitación. Me atreví a sugerirle descanso y que tratara de olvidar lo irremediable y propio de toda condición humana. Traje al caso algunos ejemplos harto patentes y dolorosos de la reciente historia de Europa. Se quedó pensativo un momento. Su respiración se regularizó, su mirada perdió la delirante intensidad que me había hecho temer una nueva crisis.

-Da igual, Napierski, da igual, con esto no hay ya nada que hacer -comentó señalando hacia su pecho-; no vamos a detener la labor de la muerte callando lo que nos duele. Más vale dejarlo salir, menos daño ha de hacernos hablándolo con amigos como usted.

Era la primera vez que me trataba con tan amistosa confianza y esto me conmovió, naturalmente. Seguimos conversando. Volví a comentarle de Europa, la desorientación de quienes aún añoraban las glorias del Imperio, la necedad de los gobernantes que intentaban detener con viejas mañas y rutinas de gabinete un proceso irreversible. Le hablé de la tiranía rusa en mi patria, de nuestra frustración de los planes de alzamiento preparados en París. Me escuchaba con interés mientras una vaga sonrisa, un gesto de amable escepticismo, le recorría el rostro.

-Ustedes saldrán de esas crisis, Napierski, siempre han superado esas épocas de oscuridad, ya vendrán para Europa tiempos nuevos de prosperidad y grandeza para todos. Mientras tanto nosotros, aquí en América, nos iremos hundiendo en un caos de estériles guerras civiles, de conspiraciones sórdidas y en ellas se perderán toda la energía, toda la fe, toda la razón necesarias para aprovechar y dar sentido al esfuerzo que nos hizo libres. No tenemos remedio, coronel, así somos, así nacimos...

Nos interrumpió el edecán Ibarra que traía un sobre y lo entregó al enfermo. Reconoció al instante la letra y me explicó sonriente: «Me va a perdonar que lea esta carta ahora, Napierski. La escribe alguien a quien debo la vida y que me sigue siendo fiel con lo mejor de su alma». Me retiré a un rincón para dejarlo en libertad y comenté algunos detalles de mis planes con Ibarra. Cuando Bolívar terminó de leer los dos pliegos, escritos en una letra menuda con grandes mayúsculas semejantes a arabescos, nos llamó a su lado. Estaba muy cambiado, casi dijera que rejuvenecido.

Nos quedamos un largo rato en silencio. Miraba al cielo por entre los naranjos en flor. Suspiró hondamente y me habló con cierto acento de ligereza y hasta de coquetería:

-Esto de morir con el corazón joven tiene sus ventajas, coronel. Contra eso sí no pueden ni la mezquindad de los conspiradores ni el olvido de los próximos ni el capricho de los elementos... ni la ruina del cuerpo. Necesito estar solo un rato. Venga por aquí más a menudo. Usted ya es de los nuestros, coronel, y a pesar de su magnífico castellano a los dos nos sirve practicar un poco el francés que se nos está empolvando.

Me despedí con la satisfacción de ver al enfermo con mejores ánimos. Antes de tornar a la fragata, Ibarra me acompañó a comprar algunas cosas en el centro de la ciudad que tiene algo de Cádiz y mucho de Túnez o Algeciras. Mientras recorríamos las blancas calles en sombra, con casas llenas de balcones y amplios patios a los que invitaba la húmeda frescura de una vegetación espléndida, me contó los amores de Bolívar con una dama ecuatoriana que le había salvado la vida, gracias a su valor y serenidad, cuando se enfrentó, sola, a los conspiradores que iban a asesinar al héroe en sus habitaciones del Palacio de San Carlos en Bogotá. Muchos de ellos eran antiguos compañeros de armas, hechura suya casi todos. Ahora comprendo la amargura de sus palabras esta tarde.

1º de julio. He decidido quedarme en Colombia, por lo menos hasta el regreso de la fragata. Ciertas vagas razones, difíciles de precisar en el papel, me han decidido a permanecer al lado de este hombre que, desde hoy, se encamina derecho hacia la muerte ante la indiferencia, si no el rencor, de quienes todo le deben.

Si mi propósito era alistarme en el ejército de la Gran Colombia y circunstancias adversas me han impedido hacerlo, es natural que preste al menos el simple servicio de mi compañía y devoción a quien organizó y llevó a la victoria, a través de cinco naciones, esas mismas armas. Si bien es cierto que quienes ahora le rodean, cinco o seis personas, le muestran un afecto y lealtad sin límites, ninguno puede darle el consuelo y el alivio que nuestra afinidad de educación y de recuerdos le proporciona. A pesar de la respetuosa distancia de nuestras relaciones, me doy cuenta de que hay ciertos temas que sólo conmigo trata y cuando lo hace es con el placer de quien renueva viejas relaciones de juventud. Lo noto hasta en ciertos giros del idioma francés que le brotan en su charla conmigo y que son los mismos impuestos en los salones del consulado por Barras, Talleyrand y los amigos de Josefina.

El Libertador ha tenido una recaída de la cual, al decir del médico que lo atiende -y sobre cuya preparación tengo cada día mayores dudas-, no volverá a recobrarse. La causa ha sido una noticia que recibió ayer mismo. Estaba en su cuarto, recostado en el catre de campaña en donde descansaba un poco de la silla en donde pasa la mayor parte del tiempo, cuando, tras un breve y agitado murmullo, tocaron a la puerta.

-¿Quién es? -preguntó el enfermo incorporándose.

-Correo de Bogotá, Excelencia -contestó Ibarra. Bolívar trató de ponerse en pie pero volvió a recostarse sacudido por un fuerte golpe de tos. Le alcancé un vaso con agua, tomó de ella algunos sorbos e hizo pasar a su edecán. Ibarra traía el rostro descompuesto a pesar del esfuerzo que hacía por dominarse. Bolívar se le quedó mirando y le preguntó intrigado:

-¿Quién trae el correo?

-El capitán Arrázola, Excelencia -contestó el otro con voz pastosa y débil.

-¿Arrázola? ¿El que fue ayudante de Santander?... Ese viene más a espiar que a traer noticias. En fin... que entre. ¿Pero qué le pasa a usted, Ibarra? -inquirió preocupado al ver que el edecán no se movía.

-Mi general..., Excelencia..., prepárese a recibir una terrible noticia.

Y las lágrimas, a punto de brotarle de los ojos, le obligaron a dar media vuelta y salir. Afuera volvió a hablar con alguien. Se oían carreras y ruidos de gente que se agrupaba alrededor del recién llegado. Bolívar permaneció rígido, mirando hacia la puerta. Entró de nuevo Ibarra seguido por un oficial en uniforme de servicio, con el rostro cruzado por una delgada cicatriz de color oscuro. Su mirada inquieta recorrió la habitación hasta quedarse detenida en el lecho donde le observaban fijamente. Se presentó poniéndose en posición de firmes.

-Capitán Vicente Arrázola, Excelencia.

-Siéntese Arrázola -le invitó Bolívar sin quitarle la vista de encima. Arrázola siguió en pie, rígido-. ¿Qué noticias nos trae de Bogotá? ¿Cómo están las cosas por allá?

-Muy agitadas, Excelencia, y le traigo nuevas que me temo van a herirle en forma que me siento culpable de ser quien tenga que dárselas.

Los ojos inmensamente abiertos de Bolívar se fijaron en el vacío.

-Ya hay pocas cosas que puedan herirme, Arrázola. Serénese y dígame de qué se trata.

El capitán dudó un instante, intentó hablar, se arrepintió y sacando una carta del portafolio con el escudo de Colombia que traía bajo el brazo, se la alcanzó al Libertador. Éste rasgó el sobre y comenzó a leer unos breves renglones que se veían escritos apresuradamente. En este momento entró en punta de pie el general Mantilla, quien se acercó con los ojos irritados y el rostro pálido. Un gemido de bestia herida partió del catre de campaña sobrecogiéndonos a todos. Bolívar saltó del lecho como un felino y tomando por las solapas al oficial le gritó con voz terrible:

-¡Miserables! ¿Quiénes fueron los miserables que hicieron esto? ¿Quiénes? ¡Dígamelo, se lo ordeno, Arrázola! -y sacudía al oficial con una fuerza inusitada- ¿¡Quién pudo cometer tan estúpido crimen!?

Ibarra y Montilla acudieron a separarlo de Arrázola, quien lo miraba espantado y dolorido. De un manotón logró soltarse de los brazos que lo retenían y se fue tambaleando hacia la silla en donde se derrumbó dándonos la espalda. Tras un momento en que no supimos qué hacer, Montilla nos invitó con un gesto a salir del cuarto y dejar solo al Libertador. Al abandonar la habitación me pareció ver que sus hombros bajaban y subían al impulso de un llanto secreto y desolado.

Cuando salí al patio todos los presentes mostraban una profunda congoja. Me acerqué al general Laurencio Silva, con quien he hecho amistad, y le pregunté lo que pasaba. Me informó que habían asesinado en una emboscada al Gran Mariscal de Ayacucho, don Antonio José de Sucre.

-Es el amigo más estimado del Libertador, a quien quería como a un padre. Por su desinterés en los honores y su modestia, tenía algo de santo y de niño que nos hizo respetarlo siempre y que fuera adorado por la tropa- me explicó mientras pasaba su mano por el rostro en un gesto desesperado. Permanecí toda la tarde en el pie de la Popa. Vagué por corredores y patios hasta cuando, entrada ya la noche, me encontré con el general Montilla, quien en compañía de Silva y del capitán Arrázola me buscaban para invitarme a cenar con ellos.

-No nos deje ahora, coronel -me pidió Montilla- ayúdenos a acompañar al Libertador a quien esta noticia le hará más daño que todos los otros dolores de su vida juntos.

Accedí gustoso y nos sentamos en la mesa que habían servido en un comedor que daba al castillo de San Felipe. La sobremesa se alargó sin que nadie se atreviera a importunar al enfermo. Hacia las once, Ibarra entró en el cuarto con una palmatoria y una taza de té. Permaneció allí un rato y cuando salió nos dijo que el Libertador quería que le hiciéramos un rato de compañía. Lo encontramos tendido en el catre, envuelto completamente en una sábana empapada en el sudor de la fiebre, que le había aumentado en forma alarmante. Su rostro tenía de nuevo esa desencajada expresión de máscara funeraria helénica, los ojos abiertos y hundidos desaparecían en las cuencas, y, a la luz de la vela, sólo se veían en su lugar dos grandes huecos que daban a un vacío que se suponía amargo y sin sosiego según era la expresión de la fina boca entreabierta.

Me acerqué y le manifesté mi pesar por la muerte del Gran Mariscal. Sin contestarme, retuvo un instante mi mano en la suya. Nos sentamos alrededor del catre sin saber qué decir ni cómo alejar al enfermo del dolor que le consumía. Con voz honda y cavernosa, que llenó toda la estancia en sombras, preguntó de pronto dirigiéndose a Silva:

-¿Cuántos años tenía Sucre? ¿Usted recuerda?

-Treinta y cinco, Excelencia. Los cumplió en febrero.

-Y su esposa, ¿está en Colombia?

-No, Excelencia. Le esperaba en Quito. Iba a reunirse con ella.

De nuevo quedaron en silencio un buen rato. Ibarra trajo más té y le hizo tomar al enfermo unas cucharadas que le habían recetado para bajar la temperatura. Bolívar se incorporó en el lecho y le pusimos unos cojines para sostenerlo y que estuviera más cómodo. Iniciábamos una de esas vagas conversaciones de quienes buscan alejarse de un determinado asunto, cuando de repente empezó a hablar un poco para sí mismo y a veces dirigiéndose a mí concretamente:

-Es como si la muerte viniera a anunciarme con este golpe su propósito. Un primer golpe de guadaña para probar el filo de la hoja. Le hubiera usted conocido, Napierski. El calor de su mirada un tanto despistada, su avanzar con los hombros un poco caídos y el cuerpo desgonzado, dando siempre la impresión de cruzar un salón tratando de no ser notado. Y ese gesto suyo de frotar con el dedo cordial el mango de su sable. Su voz chillona y las eses silbadas y huidizas que imitaba tan bien Manuelita haciéndole ruborizar. Sus silencios de tímido. Sus respuestas a veces bruscas, cortantes pero siempre claras y francas... Cómo debió tomarlo por sorpresa la muerte. Cómo se preguntaría con el último aliento de vida, la razón, el porqué del crimen... «Usted y yo moriremos viejos, me dijo una vez en Lima, ya no hay quién nos mate después de lo que hemos pasado»... Siempre iluso, siempre generoso, siempre crédulo, siempre dispuesto a reconocer en las gentes las mejores virtudes, las mismas que él sin notarlo ni proponérselo, cultivaba en sí mismo tan hermosamente... Berruecos... Berruecos... Un paso oscuro en la cordillera. Un monte sombrío con los chillidos de los monos siguiéndonos todo el día. Mala gente esa... Siempre dieron qué hacer. Nunca se nos sumaron abiertamente. Los más humillados quizá, los menos beneficiados por la Corona y por ello los más sumisos, los menos fuertes. ¡Qué poco han valido todos los años de batallar, ordenar, sufrir, gobernar, construir, para terminar acosados por los mismos imbéciles de siempre, los astutos políticos con alma de peluquero y trucos de notario que saben matar y seguir sonriendo y adulando. Nadie ha entendido aquí nada. La muerte se llevó a los mejores, todo queda en manos de los más listos, los más sinuosos que ahora derrochan la herencia ganada con tanto dolor y tanta muerte...

Recostó la cabeza en la almohada. La fiebre le hacía temblar levemente. Volvió a mirar a Ibarra.

-No habrá tal viaje a Francia. Aquí nos quedamos aunque no nos quieran.

Una arcada de náuseas lo dobló sobre el catre. Vomitó entre punzadas que casi le hacían perder el sentido. Una mancha de sangre comenzó a extenderse por las sábanas y a gotear pausadamente en el piso. Con la mirada perdida murmuraba delirante: «Berruecos... Berruecos... ¿Por qué a él?... ¿Por qué así?».

Y se desplomó sin sentido. Alguien fue por el médico quien, después de un examen detenido, se limitó a explicarnos que el enfermo se hallaba al final de sus fuerzas y era aventurado predecir la marcha del mal, cuya identidad no podía diagnosticar.

Me quedé hasta las primeras horas de la madrugada cuando regresé a la fragata. He meditado largamente en mi camarote y acabo de comunicar al capitán mi decisión de quedarme en Cartagena y esperar aquí su regresó de Venezuela, que calcula será dentro de dos meses. Mañana hablaré con mi amigo el general Silva para que me ayude a buscar alojamiento en la ciudad. El calor aumenta y de las murallas viene un olor de frutas en descomposición y de húmeda carroña salobre.

FIN

Cuento "La muerte del Estratega"

Algunos hechos de la vida y la muerte de Alar el Ilirio, Estratega de la Emperatriz Irene en el Thema de Lycandos, ocuparon la atención de la Iglesia cuando, en el Concilio Ecuménico de Nicea, se habló de la canonización de un grupo de cristianos que sufrieran martirio a manos de los turcos en una emboscada en las arenas sirias. Al principio, el nombre de Alar se mencionaba junto con el de los demás mártires. Quien vino a poner en claro el asunto fue el patriarca de Laconia, Nicéforo Kalitzés, tras examinar algunos documentos relativos al Estratega y a su familia, que aportaron nuevas luces sobre la vida de Alar y alejaron cualquier posibilidad de entronizarlo en los altares. Finalmente, cuando se dieron a conocer en el Concilio las cartas de Alar a Andrónico, su hermano, la Iglesia impuso un denso silencio en torno al Ilirio y su nombre volvió a la oscuridad, de donde lo rescatara la ambición política de la Iglesia de Oriente.
Alar, llamado el Ilirio por la forma peculiar de sus ojos hundidos y rasgados, era hijo de un alto funcionario del Imperio, que gozó del favor del Basileus en tiempos de la lucha de las imágenes. El hábil cortesano se ocupó bien poco de la educación de su hijo y convino en que la recibiera en Grecia, bajo la influencia de los últimos neoplatónicos. En el desorden de la decadente Atenas, perdió Alar todo vestigio, si lo tuvo algún día, de fe en el Cristo. Tampoco el padre se había distinguido por su piedad, y su alta posición en la Corte la ganó más por su inagotable reserva de sutilezas diplomáticas que por su fervor religioso. Pero cuando el muchacho regresó de Atenas el padre no pudo menos de asombrarse ante la forma descuidada y ligera como se refería a los asuntos de la iglesia Y, aunque se vivía entonces los momentos de más cruenta persecución iconoclasta, no por eso dejaba el Palacio de Magnaura de estar erizado de mortales trampas teológicas y litúrgicas. Gente mejor colocada que Alar y con mayor ascendiente con el Autocrátor, había perdido los ojos, y, a menudo, la vida, por una frase ligera o una incompostura en el templo.

Mediante hábiles disculpas, el padre de Alar consiguió que el Emperador incorporase al Ilirio a su ejército y el muchacho fue nombrado Turmarca en un regimiento acantonado en el puerto de Pelagos. Allí comenzó la carrera militar del futuro Estratega. Como hombre de armas, Alar no poseía virtudes muy sólidas. Un cierto escepticismo sobre la vanidad de las victorias y ninguna atención a las graves consecuencias de una derrota, hacían de él un mediocre soldado. En cambio, pocos le aventajaban en la humanidad de su trato y en la cordial popularidad de que gozaba entre la tropa. En lo peor de la batalla, cuando todo parecía perdido, los hombres volvían a mirar al Ilirio que combatía con una amarga sonrisa en los labios y conservando la cabeza fría. Esto bastaba para devolverles la confianza y, con ella, la victoria. Aprendió con facilidad los dialectos sirios, armenios y árabes y hablaba corrientemente el latín, el griego y la lengua franca. Sus partes de campaña le fueron ganando cierta fama entre los oficiales superiores por la claridad y elegancia del estilo. A la muerte de Constantino IV, Alar había llegado al grado de General de Cuerpo de Ejército y comandaba la guarnición de Kipros. Su carrera militar, lejos de las peligrosas intrigas de la Corte, le permitió estar al margen de las luchas religiosas que tan sangrientas represiones despertaron en el Imperio de Oriente. En un viaje que el Basileus León hizo a Paphos en compañía de su esposa, la bella Irene, la joven pareja fue recibida por Alar, quien supo ganarse la simpatía de los nuevos autocrátores, en especial la de la astuta ateniense, que se sintió halagada por el sincero entusiasmo y la aguda erudición del General en los asuntos helénicos. También León tuvo especial placer en el trato con Alar, y le atraía la familiaridad y llaneza del Ilirio y la ironía con que salvaba los más peligrosos temas políticos y religiosos.

Por aquella época, Alar había llegado a los treinta años de edad. Era alto, con cierta tendencia a la molicie, lento de movimientos, y a través de sus ojos semicerrados e irónicos dejaba pasar cautelosamente la expresión de sus sentimientos. Nadie le había visto perder la cordialidad, a menudo un poco castrense y franca. Se absorbía días enteros en la lectura con preferencia de los poetas latinos. Virgilio, Horacio y Catulo le acompañaban a dondequiera que fuese. Cuidaba mucho de su atuendo y sólo en ocasiones vestía el uniforme. Su padre murió en la plenitud de su prestigio político, que heredó Andrónico, hermano menor del Estratega, por quien éste sentía particular afecto y mucha amistad. El viejo cortesano había pedido a Alar que contrajera matrimonio con una joven de la alta burguesía de Bizancio, hija de un grande amigo de la casa. Para cumplir con el deseo del padre, Alar la tomó por esposa, pero siempre halló la manera de vivir alejado de su casa, sin romper del todo con la tradición y los mandatos de la Iglesia. No se le conocían, por otra parte, los amoríos y escándalos tan comunes entre los altos oficiales del Imperio. No por frialdad o indiferencia, sino más bien por cierta tendencia a la reflexión y al ensueño, nacida de un temprano escepticismo hacia las pasiones y esfuerzos de las gentes. Le gustaba frecuentar los lugares en donde las ruinas atestiguaban el vano intento del hombre por perpetuar sus hechos. De allí su preferencia por Atenas, su gusto por Chipre y sus arriesgadas incursiones a las dormidas arenas de Heliópolis y Tebas.

Cuando la Augusta lo nombró Hypatoï y le encomendó la misión de concertar el matrimonio del joven Basileus Constantino con una de las princesas de Sicilia, el General se quedó en Siracusa más tiempo del necesario para cumplir su embajada. Se escondió luego en Tauromenium, adonde lo buscaron los oficiales de su escolta para comunicarle la orden perentoria de la Despoina de comparecer ante ella sin tardanza. Cuando se presentó a la Sala de los Delfines, después de un viaje que se alargó más de lo prudente, a causa de las visitas a pequeños puertos y calas de la costa africana, que escondían ruinas romanas y fenicias, la Basilissa había perdido por completo la paciencia. «Usas el tiempo del César en forma que merece el más grave castigo -le increpó-. ¿Qué explicación me puedes dar de tu demora? ¿Olvidaste, acaso, el motivo por el cual te enviamos a Sicilia? ¿Ignoras que eres un Hypatoï del Autocrátor? ¿Quién te ha dicho que puedes disponer de tu tiempo y gozar de tus ocios mientras estás al servicio del Isapóstol, hijo del Cristo? Respóndeme y no te quedes ahí mirando a la nada, y borra tu insolente sonrisa, que no es hora ni tengo humor para tus extrañas salidas». «Señora, Hija de los Apóstoles, bendecida de la Theotokos, Luz de los Evangelios -contestó imperturbable el Ilirio-, me detuve buscando las huellas del divino Ulyses, inquiriendo la verdad de sus astucias. Pero este tiempo, ni fue perdido para el Imperio, ni gastado contra la santa voluntad de vuestros planes. No convenía a la dignidad de vuestro hijo, el Porphyrogeneta, un matrimonio a todas luces desigual. No me pareció, por otra parte, oportuno, enviaros con un mensajero, ni escribiros, las razones por las que no quise negociar con los príncipes sicilianos. Su hija está prometida al heredero de la casa de Aragón por un pacto secreto, y habían promulgado su interés en un matrimonio con vuestro hijo, con el único propósito de encarecer las condiciones del contrato. Así fue como ellos solos, ante mi evidente desinterés en tratar el asunto, descubrieron el juego. En cuanto a mi regreso ¡oh escogida del Cristo!, estuvo, es cierto, entorpecido por algunas demoras en las cuales mi voluntad puso menos que el deseo de presentarme ante ti».

Aunque no quedó Irene muy convencida de las especiosas razones del Ilirio, su enojo había ya cedido casi por completo. Como aviso para que no incurriera en nuevos errores, Alar fue asignado a Bulgaria con la misión de reclutar mercenarios. En la polvorienta guarnición de un país que le era especialmente antipático, Alar sufrió el primero de los varios cambios que iban a operarse en su carácter. Se volvió algo taciturno y perdió ese permanente buen humor que le valiera tantos y tan buenos amigos entre sus compañeros de armas y aun en la Corte. No es que se le viera irritado, ni que hubiera perdido esa virtud muy suya de tratar a cada cual con la cariñosa familiaridad de quien conoce muy bien a las gentes. Pero a menudo se le veía ausente, con la mirada fija en un vacío del que parecía esperar ciertas respuestas a una angustia que comenzaba a trabajar su alma. Su atuendo se hizo más sencillo y su vida más austera.

El cambio, en un principio, sólo fue percibido por sus íntimos, y en el ejército y la Corte siguió gozando del favor de quienes le profesaban amistad y admiración. En una carta del higoumeno Andrés, grande amigo de Alar y conocedor avisado de las religiones orientales, dirigida a Andrónico con el objeto de informarle sobre la entrevista con su hermano, el venerable relata hechos y palabras del Ilirio que en mucho contribuyeron a echar por tierra el proyecto de canonización. Dice, entre otras cosas:

«Encontré al General en Zarosgrad. Pagaba los primeros mercenarios y se ocupaba de su entrenamiento. No lo hallé en la ciudad ni en los cuarteles. Había hecho levantar su tienda en las afueras de la aldea, a orillas de un arroyo, en medio de una huerta de naranjos, el aroma de cuyas flores prefiere. Me recibió con la cordialidad de siempre, pero lo noté distraído y un poco ausente. Algo en su mirada hizo que me sintiera en vaga forma culpable e inseguro. Me miró un rato en silencio, y cuando esperaba que preguntaría por ti y por los asuntos de la Corte o por la gente de su casa, me inquirió de improviso: “¿Cuál es el dios que te arrastra por los templos, venerable? ¿Cuál, cuál de todos?” “No comprendo tu pregunta” -le contesté-. Y él, sin volver sobre el asunto, comenzó a proponerme, una tras otra, las más diversas y extrañas cuestiones sobre la religión de los persas y sobre la secta de los brahmanes. Al comienzo creí que estaba febril. Después me di cuenta que sufría mucho y que las dudas lo acosaban como perros feroces. Mientras le explicaba algunos de los pasos que llevan a la perfección o Nirvana de los hindúes, saltó hacia mí, gritando: “¡Tampoco es ese el camino! ¡No hay nada qué hacer! No podemos hacer nada. No tiene ningún sentido hacer algo. Estamos en una trampa”. Se recostó en el camastro de pieles que le sirve de lecho y, cubriéndose el rostro con las manos, volvió a sumirse en el silencio. Al fin, se disculpó diciéndome: “Perdona, venerable Andrés, pero llevo dos meses tragando el rojo polvo de Dacia y oyendo el idioma chillón de estos bárbaros, y me cuesta trabajo dominarme. Dispénsame y sigue tu explicación, que me atañe en mucho”. Seguí mi exposición, pero había ya perdido el interés en el asunto, pues más me preocupaba la reacción de tu hermano. Comenzaba a darme cuenta de cuán profunda era la crisis por la que pasaba. Bien sabes, como hermano y amigo queridísimo suyo, que el General cumple por pura fórmula y sólo como parte de la disciplina y el ejemplo que debe a sus tropas, con los deberes religiosos. Para nadie es ya un misterio su total apartamiento de nuestra Iglesia y de toda otra convicción de orden religioso. Como conozco muy bien su inteligencia y hemos hablado en muchas ocasiones sobre esto, no pretendo siquiera intentar su conversión. Temo, sí, que el Venerable Metropolitano Miguel Lakadianos, que tanta influencia ejerce ahora sobre nuestra muy amada Irene y que tan pocas simpatías ha demostrado siempre por vuestra familia, pueda enterarse en detalle de la situación del Ilirio y la haga valer en su contra ante la Basilissa, Esto te lo digo para que, teniéndolo en cuenta, obres en favor de tu hermano y mantengas vivo el afecto que siempre le ha sido dispensado. Y antes de pasar a otros asuntos, ajenos al General, quiero relatarte el final de nuestra entrevista. Nos perdimos en un largo examen de ciertos aspectos comunes entre algunas herejías cristianas y las religiones del Oriente. Cuando parecía haber olvidado ya por completo su reciente sobresalto, y habíamos derivado hacia el tema de los misterios de Eleusis, el General comenzó a hablar, más para sí que conmigo, dando rienda suelta a su apasionado interés por los helenos. Bien conoces su inagotable erudición sobre el tema. De pronto, se interrumpió y mirándome como si hubiera despertado de un sueño, me dijo, mientras acariciaba la máscara mortuoria que le enviaste de Creta: “Ellos hallaron el camino. Al crear los dioses a su imagen y semejanza dieron trascendencia a esa armonía interior, imperecedera y siempre presente, de la cual manan la verdad y la belleza. En ella creían ante todo y por ella y a ella sacrificaban y adoraban. Eso los ha hecho inmortales. Los helenos sobrevivirán a todas las razas, a todos los pueblos, porque del hombre mismo rescataron las fuerzas que vencen a la nada. Es todo lo que podemos hacer. No es poco, pero es casi imposible lograrlo ya, cuando oscuras levaduras de destrucción han penetrado muy hondo en nosotros. El Cristo nos ha sacrificado en su cruz, Buda nos ha sacrificado en su renunciación, Mahoma nos ha sacrificado en su furia. Hemos comenzado a morir. No creo que me explique claramente. Pero siento que estamos perdidos, que nos hemos hecho a nosotros mismos el daño irreparable de caer en la nada. Ya nada somos, nada podemos. Nadie puede poder”. Me abrazó cariñosamente. No me dijo más, y abriendo un libro se sumió en su lectura. Al salir, me llevé la certeza de que el más entrañable de nuestros amigos, tu hermano amantísimo, ha comenzado a andar por la peligrosa senda de una negación sin límites y de implacables consecuencias».

Es de comprender la preocupación del higoumeno. En la Corte, las pasiones políticas se mezclan peligrosamente con las doctrinas de la Iglesia. Irene estaba cayendo, cada día más, en una intransigencia religiosa que la llevó a extremos tales, como ordenar que le sacaran los ojos a su hijo Constantino por ciertas sospechas de simpatía con los iconoclastas. Si las palabras de Alar eran repetidas en la Corte, su muerte sería segura. Sin embargo, el Ilirio cuidábase mucho, aun entre sus más íntimos amigos, de comentar estos asuntos, que constituían su principal preocupación. Su hermano, que sorteaba hábilmente todos los peligros, le consiguió, pasado el lapso de olvido en Bulgaria, el ascenso a la más alta posición militar del Imperio, el grado de Estratega, delegado personal y representante directo del Emperador en los Themas del Imperio. El nombramiento no encontró oposición alguna entre las facciones que luchaban por el poder. Unos y otros estaban seguros de que no contarían con el Ilirio para fines políticos y se consolaban pensando en que tampoco el adversario contaría con el favor del Estratega. Por su parte, los Basileus sabían que las armas del Imperio quedaban en manos fieles y que jamás se tornarían contra ellos, conociendo, como conocían, el desgano y desprendimiento del Ilirio hacia todo lo que fuera poder político o ambición personal.

Alar fue a Constantinopla para recibir la investidura de manos de los Emperadores. El Autocrátor le impuso los símbolos de su nuevo rango en la catedral de Santa Sofía y la Despoina le entregó el águila de los stratigoi, bendecida tres veces por el patriarca Miguel. Cuando el Emperador León tomó el juramento de obediencia al nuevo Estratega, sus ojos se llenaron de lágrimas. Muchos citaron después este detalle como premonitorio del fin tristísimo de Alar y del no menos trágico de León. La verdad era que el Emperador se había conmovido por la forma austera y casi monástica como su amigo de muchos años recibía la más alta muestra de confianza y la más amplia delegación de poder que pudiera recibir un ciudadano de Bizancio, después de la púrpura imperial.

Un gran banquete fue servido en el Palacio de Hiéria. Y el Estratega, sin mencionar ni agradecer al Augusto el honor inmenso que le dispensaba, entabló con León un largo y cordialísimo diálogo sobre algunos textos hallados por los monjes de la isla de Prinkipo y que eran atribuibles a Lucrecio. Irene interrumpió en más de una ocasión la animada charla, y en una de ellas sembró un temeroso silencio entre los presentes y fue memorable la respuesta del Estratega. «Estoy segura -apuntó la Despoina- que nuestro Estratega pensaba más en los textos del pagano Lucrecio que en el santo sacrificio que por la salvación de su alma celebraba nuestro patriarca». «En verdad, Augusta -contestó Alar- que me preocupaba mucho durante la Santa Misa el texto atribuido a Lucrecio, pero precisamente por la semejanza que hay en él con ciertos pasajes de nuestras sagradas escrituras. Sólo el Verbo, que da verdad eterna a las palabras, está ausente del latín. Por lo demás, bien pudiera atribuirse su texto a Daniel el profeta, o al apóstol Pablo en sus cartas». La respuesta de Alar tranquilizó a todos y desarmó a Irene que había hecho la pregunta en buena parte empujada por el Metropolitano Miguel. Pero el Estratega se dio cuenta de cómo su amiga había caído sin remedio en un fanatismo ciego que la llevaría a derramar mucha sangre, comenzando por la de su propia casa.

Y aquí termina la que pudiéramos llamar vida pública de Alar el Ilirio. Fue aquella la última vez que estuvo en Bizancio. Hasta su muerte permaneció en el Thema de Lycandos, en la frontera con Siria, y aún se conservan vestigios de su activa y eficaz administración. Levantó numerosas fortalezas para oponer una barrera militar a las invasiones musulmanas. Visitaba de continuo cada uno de estos puestos avanzados, por miserable que fuera y por perdido que estuviera en las áridas rocas o en las abrasadoras arenas del desierto.

Llevaba una vida sencilla de soldado, asistido por sus gentes de confianza, unos caballeros macedónicos, un anciano retórico dorio por el que sentía particular afección a pesar de que no fuera hombre de grandes dotes y de señalada cultura, un juglar provenzal que se le uniera cuando su visita a Sicilia y su guardia de fieles “kazhares” que sólo a él obedecían y que reclutara en Bulgaria. La elegancia de su atuendo fue cambiando hacia un simple traje militar al cual añadía, los días de revista, el águila bendita de los stratigoi. En su tienda de campaña le acompañaban siempre algunos libros, Horacio infaliblemente, la máscara funeral cretense, obsequio de su hermano, y una estatuilla de Hermes Trismegisto, recuerdo de una amiga maltesa, dueña de una casa de placer en Chipre. Sus íntimos se acostumbraron a sus largos silencios, a sus extrañas distracciones y a la severa melancolía que en las tardes se reflejaba en su rostro.

Era evidente el contraste de esta vida del Ilirio con la que llevaban los demás Estrategas del Imperio. Habitaban suntuosos palacios, haciéndose llamar “Espada de los Apóstoles”, “Guardián de la Divina Theotokos”, “Predilecto del Cristo”. Hacían vistosa ostentación de sus mandatos y vivían con lujo y derroche escandalosos, compartiendo con el Emperador esa hierática lejanía, ese arrogante boato que despertaba en los súbditos de las apartadas provincias, abandonadas al arbitrio de los Estrategas, una veneración y un respeto que tenía mucho de sumisión religiosa. Caso único en aquella época fue el de Alar el Ilirio, cuyo ejemplo siguieron después los sabios emperadores de la dinastía Comnena, con pingües resultados políticos. Alar vivía entre sus soldados. Escoltado únicamente por los “kazhares” y por el regimiento de caballeros macedónicos, recorría continuamente la frontera de su Thema que limitaba con los dominios del incansable y ávido Ahmid Kabil, reyezuelo sirio que se mantenía con el botín logrado en las incursiones a las aldeas del Imperio. A veces se aliaba con los turcos en contra de Bizancio y, otras, éstos lo abandonaban en neutral complicidad, para firmar tratados de paz con el Autocrátor.

El Estratega aparecía de improviso en los puestos fortificados y se quedaba allí semanas enteras, revisando la marcha de las construcciones y comprobando la moral de las tropas. Se alojaba en los mismos cuarteles, en donde le separaban una estrecha pieza enjalbegada. Argiros, su ordenanza, le tendía un lecho de pieles que se acostumbró a usar entre los búlgaros. Allí administraba justicia, discutía con arquitectos y constructores y tomaba cuentas a los jefes de la plaza. Tal como había llegado, partía sin decir hacia dónde iba. De su gusto por las ruinas y de su interés por las bellas artes le quedaban algunos vestigios que salían a relucir cuando se trataba de escoger el adorno de un puente, la decoración de la fachada de una fortaleza o de rescatar tesoros de la antigua Grecia que habían caído en poder de los musulmanes. Más de una vez prefirió rescatar el torso de una Venus mutilada o la cabeza de una medusa, a las reliquias de un santo patriarca de la Iglesia de Oriente. No se le conocieron amores o aventuras escandalosas, ni era afecto a las ruidosas bacanales gratas a los demás Estrategas. En los primeros tiempos de su mandato solía llevar consigo una joven esclava de Gales que le servía con silenciosa ternura y discreta devoción; y cuando la muchacha murió, en una emboscada en que cayera una parte de su convoy, el Ilirio no volvió a llevar mujeres consigo y se contentaba con pasar algunas noches, en los puertos de la costa, con muchachas de las tabernas con las que bromeaba y reía como cualquiera de sus soldados. Conservaba, sí, una solitaria e interior lejanía que despertaba en las jóvenes cierto indefinible temor.

En la gris rutina de esta vida castrense, se fue apagando el antiguo prestigio del Ilirio y su vida se fue llenando de grandes sombras a las cuales rara vez aludía, ni permitía que fuesen tema de conversación entre sus allegados. La Corte lo olvidó o poco menos. Murió el Basileus en circunstancias muy extrañas y pocas semanas después Irene se hacia proclamar en Santa Sofía “Gran Basileus y Autocrátor de los Romanos”. El Imperio entró de lleno en uno de sus habituales períodos de sordo fanatismo, de rabiosa histeria teológica, y los monjes todopoderosos impusieron el oscuro terror de sus intrigas que llevaban a las víctimas a los subterráneos de las Blanquernas, en donde les eran sacados los ojos, o al hipódromo, en donde las descuartizaban briosos caballos. Así era pagada la menor tibieza en el servicio del Cristo y de su Divina Hija, Estrella de la Mañana, la Divina Irene. Contra el Estratega nadie se atrevió a alzar la mano. Su prestigio en el ejército era muy sólido, su hermano había sido designado Protosebasta y Gran Maestro de las Escuelas, y la Augusta conocía la natural aversión del Ilirio a tomar partido y su escepticismo hacia los salvadores del Imperio, que por entonces surgían a cada instante.

Y fue entonces cuando apareció Ana la Cretense, y la vida de Alar cambió de nuevo por completo. Era ésta la joven heredera de una rica familia de comerciantes de Cerdeña, los Alesi, establecida desde hacía varias generaciones en Constantinopla. Gozaban de la confianza y el favor de la Emperatriz, a la que ayudaban a menudo con empréstitos considerables, respaldados con la recolección de los impuestos en los puertos bizantinos del Mediterráneo. La muchacha, junto con su hermano mayor, había caído en manos de los piratas berberiscos, cuando regresaban de Cerdeña en donde poseían vastas propiedades. Irene encomendó al Ilirio negociar el rescate de los Alesi con los delegados del Emir, quien amparaba la piratería y cobraba participación en los saqueos.

Pero antes de relatar el encuentro con Ana, es interesante saber cuál era el pensamiento, cuáles las certezas y dudas del Estratega, en el momento de conocer a la mujer que daría a sus últimos días una profunda y nueva felicidad y a su muerte una particular intención y sentido. Existe una carta de Alar a su hermano Andrónico, escrita cuatro días antes de recibir la caravana de los Alesi. Después de comentar algunas nuevas que sobre política exterior del Imperio le relatara su hermano, dice el Ilirio: «...y esto me lleva a confiar mi certeza en la fugacidad de ese peligroso compromiso de las mejores virtudes del hombre que es la política. Observa con cuánta razón nuestra Basilissa esgrime ahora argumentos para implantar un orden en Bizancio, razón que ella misma hace diez años hubiera rechazado como atentatoria de las leyes del Imperio y grave herejía. Y cuánta gente murió entretanto por pensar como ella piensa hoy. Cuántos ciegos y mutilados por haber hecho pública una fe que hoy es la del Estado. El hombre, en su miserable confusión, levanta con la mente complicadas arquitecturas y cree que aplicándolas con rigor conseguirá poner orden al tumultuoso y caótico latido de su sangre. Nos hemos agarrado las manos en nuestra misma trampa y nada podemos hacer, ni nadie nos pide que hagamos nada. Cualquier resolución que tomemos, irá siempre a perderse en el torrente de las aguas que vienen de sitios muy distantes y se reúnen en el gran desagüe de las alcantarillas para confundirse en la vasta extensión del océano. Podrás pensar que un amargo escepticismo me impide gozar del mundo que gratuitamente nos ha sido dado. No es así, hermano queridísimo. Una gran tranquilidad me visita y cada episodio de mi rutina de gobernante y soldado se me ofrece con una luz nueva y reveladora de insospechadas fuentes de vida. No busco detrás de cada cosa significados remotos o improbables. Trato más bien de rescatar de ella esa presencia que me da la razón de cada día. Como ya sé con certeza total que cualquier comunicación que intentes con el hombre es vana y por completo inútil, que sólo a través de los oscuros caminos de la sangre y de cierta armonía que pervive a todas las formas y dura sobre civilizaciones e imperios podemos salvarnos de la nada, vivo entonces sin engañarme y sin pretender que otros lo hagan por mí ni para mí. Mis soldados me obedecen, porque saben que tengo más experiencia que ellos en ese trato diario con la muerte que es la guerra; mis súbditos aceptan mis fallos, porque saben que no los inspira una ley escrita, sino lo que mi natural amor por ellos trata de entender. No tengo ambición alguna, y unos pocos libros, la compañía de los macedónicos, las sutilezas del Dorio, los cantos de Alcen el Provenzal y el tibio lecho de una hetaira del Líbano colman todas mis esperanzas y propósitos. No estoy en el camino de nadie ni nadie se atraviesa en el mío. Mato en la batalla sin piedad, pero sin furia. Mato porque quiero que dure lo más posible nuestro Imperio, antes de que los bárbaros lo inunden con su jerga destemplada y su rabioso profeta. Soy un griego, o un romano de oriente, como quieras, y sé que los bárbaros, así sean latinos, germanos o árabes, vengan de Kiev, de Lutecia, de Bagdad o de Roma, terminarán por borrar nuestro nombre y nuestra raza. Somos los últimos herederos de la Hellas inmortal, única que diera al hombre respuesta valedera a sus preguntas de bastardo. Creo en mi función de Estratega y la cumplo cabalmente, conociendo de antemano que no es mucho lo que se puede hacer, pero que el no hacerlo sería peor que morir. Hemos perdido el camino hace muchos siglos y nos hemos entregado al Cristo sediento de sangre, cuyo sacrificio pesa con injusticia sobre el corazón del hombre y lo hace suspicaz, infeliz y mentiroso. Hemos tapiado todas las salidas y nos engañamos como las fieras se engañan en la oscuridad de las jaulas del circo, creyendo que afuera les espera la selva que añoran dolorosamente. Lo que me cuentas del Embajador del Sacro Imperio Romano me parece ejemplo que ajusta a mis razones y debieras, como Logoteta que eres del Imperio, hacerle ver lo oscuro de sus propósitos y el error de sus ideas, pero esto sería tanto como...».

La caravana de los Alesi llegó al anochecer al puesto fortificado de Al Makhir, en donde paraba el Estratega en espera de los rehenes. El Ilirio se retiró temprano. Había hecho tres días de camino sin dormir. A la mañana siguiente, después de dar las órdenes para despachar la caballería turca que los había traído, dio audiencia a los rescatados ciudadanos de Bizancio. Entraron en silencio a la pequeña celda del Estratega y no salían de su asombro al ver al Protosebasta de Lycandos, a la Mano Armada del Cristo, al Hijo dilecto de la Augusta, viviendo como un simple oficial, sin tapetes, ni joyas, acompañado únicamente de unos cuantos libros. Tendido en su lecho de piel de oso, repasaba unas listas de cuentas cuando entraron los Alesi, eran cinco y los encabezaba un joven de aspecto serio y abstraído y una muchacha de unos veinte años con un velo sobre el rostro. Los tres restantes eran el médico de la familia, un administrador de la casa en Bari y un tío, higoumeno del Stoudion. Rindieron al Estratega los homenajes debidos a su jerarquía y éste los invitó a tomar asiento. Leyó la lista de los visitantes en voz alta y cada uno de ellos contestó con la fórmula de costumbre: «Griego por la gracia del Cristo y su sangre redentora, siervo de nuestra divina Augusta». La muchacha fue la última en responder y para hacerlo se quitó el velo de la cara. No reparó en ella Alar en el primer momento, y sólo le llamó la atención la reposada seriedad de su voz que no correspondía con su edad.

Les hizo algunas preguntas de cortesía, averiguó por el viaje y al higoumeno le habló largo rato sobre su amigo Andrés a quien aquél conocía superficialmente. A las preguntas que Alar hiciera a la muchacha, ella contestó con detalles que indicaban una clara inteligencia y un agudo sentido crítico. El Estratega se fue interesando en la charla y la audiencia se prolongó por varias horas. Siguiendo alguna observación del hermano sobre el esplendor de la Corte del Emir, la muchacha preguntó al Estratega: «Si has renunciado al lujo que impone tu cargo, debemos pensar que eres hombre de profunda religiosidad, pues llevas una vida al parecer monacal». Alar se la quedó mirando y las palabras de la pregunta se le escapaban a medida que le dominaba el asombro ante cierta secreta armonía, de sabor muy antiguo, que se descubría en los rasgos de la joven. Algo que estaba también en la máscara cretense, mezclado con cierta impresión de salud ultraterrena que da esa permanencia, a través de los siglos, de la interrelación de ojos y boca, nariz y frente y la plenitud de formas propias de ciertos pueblos del Levante. Una sonrisa de la muchacha le trajo de nuevo al presente y contestó: «Conviene más a mi carácter que a mis convicciones religiosas este género de vida. Por mi parte lamento no poder ofrecerles mejor alojamiento».

Y así fue como Alar conoció a Ana Alesi, a la que llamó después La Cretense y a quien amó hasta su último día y guardó a su lado durante los postreros años de su gobierno en Lycandos. El Estratega halló razones para ir demorando el viaje de los Alesi y, después, pretextando la inseguridad de las costas, dejó a Ana consigo y envió a los demás por tierra, viaje que hubiera resultado en extremo penoso para la joven.

Ana aceptó gustosa la medida, pues ya sentía hacia el Ilirio el amor y la profunda lealtad que le guardara toda la vida. Al llegar a Bizancio, el joven Alesi se quejó ante la Emperatriz por la conducta de Alar. Irene intervino a través de Andrónico para amonestar al Estratega y exigirle el regreso inmediato de Ana. Alar contestó a su hermano en una carta, que también figura en los archivos del Concilio y que nos da muchas luces sobre su historia y sobre las razones que lo unieron a Ana. Dice así:

«En relación con Ana deseo explicarte lo sucedido para que, tal como te lo cuento, se lo hagas saber a la Augusta. Tengo demasiada devoción y lealtad por ella para que, en medio de tanto conspirador y tanto traidor que la rodea, me distinga, precisamente a mí, con su injusto enojo.

»Ana es, hoy, todo lo que me ata al mundo. Si no fuera por ella, hace mucho tiempo que hubiera dejado mis huesos en cualquier emboscada nocturna. Tú lo sabes mejor que nadie y como nadie entiendes mis razones. Al principio, cuando apenas la conocía, en verdad pretexté ciertos motivos de seguridad para guardarla a mi lado. Después, se fue uniendo cada vez más a mi vida y hoy el mundo se sostiene para mí a través de su piel, de su aroma, de sus palabras, de su amable compañía en el lecho y de la forma como comprende, con clarividencia hermosísima, las verdades, las certezas que he ido conquistando en mi retiro del mundo y de sus sórdidas argucias cortesanas. Con ella he llegado a apresar, al fin, una verdad suficiente para vivir cada día. La verdad de su tibio cuerpo, la verdad de su voz velada y fiel, la verdad de sus grandes ojos asombrados y leales. Como esto es muy parecido al razonamiento de un adolescente enamorado, es probable que en la Corte no lo entiendan. Pero yo sé que la Augusta sabrá cuál es el particular sentido de mi conducta. Ella me conoce hace muchos años y en el fondo de su alma cristiana de hoy reposa, escondida, la aguda ateniense que fuera mi leal amiga y protectora.

»Como sé cuán deleznable y débil es todo intento humano de prolongar, contra todos y contra todo, una relación como la que me une a Ana, si la Despoina insiste en ordenar su regreso a Constantinopla no moveré un dedo para impedirlo. Pero allí habrá terminado para mí todo interés en seguir sirviendo a quien tan torpemente me lastima».

Andrónico comunicó a Irene la respuesta de su hermano. La Emperatriz se conmovió con las palabras del Ilirio y prometió olvidar el asunto. En efecto, dos años permaneció Ana al lado de Alar, recorriendo con él todos los puestos y ciudades de la frontera y descansando en el estío, en un escondido puerto de la costa en donde un amigo veneciano había obsequiado al Estratega una pequeña casa de recreo. Pero los Alesi no se daban por vencidos y con ocasión de un empréstito que negociaba Irene con algunos comerciantes genoveses, la casa respaldó la deuda con su firma y la Basilissa se vio obligada a intervenir en forma definitiva, si bien contra su voluntad, ordenando el regreso de Ana. La pareja recibió al mensajero de Irene y conferenciaron con él casi toda la noche. Al día siguiente, Ana la Cretense se embarcaba para Constantinopla y Alar volvía a la capital de su provincia. Quienes estaban presentes no pudieron menos de sorprenderse ante la serenidad con que se dijeron adiós. Todos conocían la profunda adhesión del Estratega a la muchacha y la forma como hacía depender de ella hasta el más mínimo acto de su vida. Sus íntimos amigos, empero, no se extrañaron de la tranquilidad del Ilirio, pues conocían muy bien su pensamiento. Sabían que un fatalismo lúcido, de raíces muy hondas, le hacía aparecer indiferente en los momentos más críticos.

Alar no volvió a mencionar el nombre de la Cretense. Guardaba consigo algunos objetos suyos y unas cartas que le escribiera cuando se ausentó para hacerse cargo del aprovisiona-miento y preparación militar de la flota anclada en Malta. Conservaba también un arete que olvidó la muchacha en el lecho, la primera vez que durmieron juntos en la fortaleza de San Esteban Damasceno.

Un día citó a sus oficiales a una audiencia. El Estratega les comunicó sus propósitos en las siguientes palabras:

«Ahmid Kabil ha reunido todas sus fuerzas y prepara una incursión sin precedentes contra nuestras provincias. Pero esta vez cuenta, si no con el apoyo, sí con la vigilante imparcialidad del Emir. Si penetramos por sorpresa en Siria y alcanzamos a Kabil en sus cuarteles, donde ahora prepara sus fuerzas, la victoria estará seguramente a nuestro favor. Pero una vez terminemos con él, el Emir seguramente violará su neutralidad y se echará sobre nosotros, sabiéndonos lejos de nuestros cuarteles e imposibilitados de recibir ninguna ayuda. Ahora bien, mi plan consiste en pedir refuerzos a Bizancio y traerlos aquí en sigilo para reforzar las ciudadelas de la frontera en donde quedarán la mitad de nuestras tropas.

»Cuando el Emir haya terminado con nosotros, sería loco pensar lo contrario, pues vamos a luchar cincuenta contra uno, se volverá sobre la frontera e irá a estrellarse con una resistencia mucho más poderosa de la que sospecha y entonces será él quien esté lejos de sus cuarteles y será copado por los nuestros.

»Habremos eliminado así dos peligrosos enemigos del Imperio con el sacrificio de algunos de nosotros. Contra el reglamento, no quiero esta vez designar los jefes y soldados que deban quedarse y los que quieran internarse conmigo. Escojan ustedes libremente y mañana, al alba, me comunican su decisión. Una cosa quiero que sepan con certeza: los que vayan conmigo para terminar con Kabil no tienen ninguna posibilidad de regresar vivos. El Emir espera cualquier descuido nuestro para atacarnos y ésta será para él una ocasión única que aprovechará sin cuartel. Los que se queden para unirse a los refuerzos que hemos pedido a nuestra Despoina formarán a la izquierda del patio de armas y los que hayan decidido acompañarme lo harán a la derecha. Es todo».

Se dice que era tal la adhesión que sus gentes tenían por Alar, que los oficiales optaron por sortear entre ellos el quedarse o partir con el Estratega, pues ninguno quería abandonarlo. A la mañana siguiente, Alar pasó revista a su ejército, arengó a los que se quedaban para defender la frontera del Imperio y sus palabras fueron recibidas con lágrimas por muchos de ellos. A quienes se le unieron para internarse en el desierto, les ordenó congregar las tropas en un lugar de la Siria Mardaita. Dos semanas después, se reunieron allí cerca de cuarenta mil soldados que, al mando personal del Ilirio, penetraron en las áridas montañas de Asia Menor.

La campaña de Alar está descrita con escrupuloso detalle en las «Relaciones Militares» de Alejo Comneno, documento inapreciable para conocer la vida militar de aquella época y penetrar en las causas que hicieron posible, siglos más tarde, la destrucción del Imperio por los turcos. Alar no se había equivocado. Una vez derrotado el escurridizo Ahmid Kabil, con muy pocas bajas en las filas griegas, regresó hacia su Thema a marchas forzadas. En la mitad del camino su columna fue sorprendida por una avalancha de jenízaros e infantería turca que se le pegó a los talones sin soltar la presa. Había dividido sus tropas en tres grupos que avanzaban en abanico hacia lugares diferentes del territorio bizantino, con el fin de impedir la total aniquilación del ejército que había penetrado en Siria. Los turcos cayeron en la trampa y se aferraron a la columna de la extrema izquierda comandada por el Estratega, creyendo que se trataba del grueso del ejército. Acosado día y noche por crecientes masas de musulmanes, Alar ordenó detenerse en el oasis de Kazheb y allí hacer frente al enemigo. Formaron en cuadro, según la tradición bizantina, y comenzó el asedio por parte de los turcos. Mientras las otras dos columnas volvían intactas al Imperio e iban a unirse a los defensores de los puestos avanzados, las gentes de Alar iban siendo copadas por las flechas musulmanas. Al cuarto día de sitio, Alar resolvió intentar una salida nocturna y por la mañana atacar a los sitiadores desde la retaguardia. Había la posibilidad de ahuyentarlos, haciéndoles creer que se trataba de refuerzos enviados de Lycandos. Reunió a los macedónicos y a dos regimientos de búlgaros y les propuso la salida. Todos aceptaron serenamente y a medianoche se escurrieron por las frescas arenas que se extendían hasta el horizonte. Sin alertar a los turcos, cruzaron sus líneas y fueron a esconderse en una hondonada en espera del alba. Por desgracia para los griegos, a la mañana siguiente todo el grueso de las tropas del Emir llegaba al lugar del combate. Al primer claror de la mañana una lluvia de flechas les anunció su fin. Una vasta marea de infantes y jenízaros se extendía por todas partes rodeando la hondonada. No tenían siquiera la posibilidad de luchar cuerpo a cuerpo con los turcos; tal era la barrera impenetrable que formaban las flechas disparadas por éstos. Los macedónicos atacaron enloquecidos y fueron aniquilados en pocos minutos por las cimitarras de los jenízaros. Unos cuantos húngaros y la guardia personal del Estratega rodearon a Alar que miraba impasible la carnicería.

La primera flecha le atravesó la espalda y le salió por el pecho a la altura de las últimas costillas. Antes de perder por completo sus fuerzas, apuntó a un mahdi que desde su caballo se divertía en matar búlgaros con su arco y le lanzó la espada pasándolo de parte a parte. Un segundo flechazo le atravesó la garganta. Comenzó a perder sangre rápidamente, y envolviéndose en su capa se dejó caer al suelo con una vaga sonrisa en el rostro. Los fanáticos búlgaros cantaban himnos religiosos y salmos de alabanza a Cristo, con esa fe ciega y ferviente de los recién convertidos. Por entre las monótonas voces de los mártires comenzó a llegarle la muerte al Estratega.

Una gozosa confirmación de sus razones le vino de repente. En verdad, con el nacimiento caemos en una trampa sin salida. Todo esfuerzo de la razón, la especiosa red de las religiones, la débil y perecedera fe del hombre en potencias que le son ajenas o que él inventa al torpe avance de la historia, las convicciones políticas, los sistemas de griegos y romanos para conducir el Estado, todo le pareció un necio juego de niños. Y ante el vacío que avanzaba hacia él a medida que su sangre se escapaba, buscó una razón para haber vivido, algo que le hiciera valedera la serena aceptación de su nada, y de pronto, como un golpe de sangre más que le subiera, el recuerdo de Ana la Cretense le fue llenando de sentido toda la historia de su vida sobre la tierra. El delicado tejido azul de las venas en sus blancos pechos, un abrirse de las pupilas con asombro y ternura, un suave ceñirse a su piel para velar su sueño, las dos respiraciones jadeando entre tantas noches, como un mar palpitando eternamente; sus manos seguras, blancas, sus dedos firmes y sus uñas en forma de almendra, su manera de escucharle, su andar, el recuerdo de cada palabra suya, se alzaron para decirle al Estratega que su vida no había sido en vano y que nada podemos pedir, a no ser la secreta armonía que nos une pasajeramente con ese gran misterio de los otros seres y nos permite andar acompañados una parte del camino. La armonía perdurable de un cuerpo y, a través de ella, el solitario grito de otro ser que ha buscado comunicarse con quien ama y lo ha logrado, así sea imperfecta y vagamente, le bastaron para entrar en la muerte con una gran dicha que se confundía con la sangre manando a borbotones. Un último flechazo lo clavó en la tierra atravesándole el corazón. Para entonces, ya era presa de esa desordenada alegría, tan esquiva, de quien se sabe dueño del ilusorio vacío de la muerte.

FIN

Poemas

Amén

Que te acoja la muerte
con todos tus sueños intactos.
Al retorno de una furiosa adolescencia,
al comienzo de las vacaciones que nunca te dieron,
te distinguirá la muerte con su primer aviso.
Te abrirá los ojos a sus grandes aguas,
te iniciará en su constante brisa de otro mundo.
La muerte se confundirá con tus sueños
y en ellos reconocerá los signos
que antaño fuera dejando,
como un cazador que a su regreso
reconoce sus marcas en la brecha.


Batallas hubo

I
Casi al amanecer, el mar morado,
llanto de las adormideras, roca viva,
pasto a las luces del alba,
triste sábana que recoge entre asombros
la mugre del mundo.
Casi al amanecer, en playas pizarra
y agudos caracoles y cortantes corolas,
batallas hubo, grandes guerras mudas
dejaron sus huellas.
Se trataba, por fin,
del amor y sus hirientes hojas,
nada nuevo.
Batallas hubo a orillas del mar
que rebota ciego y desordenado,
como un reptil preso en los cristales del alba.
Cenizas del amor en los altares del mundo,
nada nuevo.
II
De nada vale esforzarse en tan viejas hazañas,
ni alzar el gozo hasta las más altas cimas de la ola,
ni vigilar los signos que anuncian la muda invasión
nocturna y sideral que reina sobre las extensiones.
De nada vale.
Todo torna a su sitio usado y pobre
y un silencio juicioso se extiende, polvoso y denso,
sobre cada cosa, sobre cada impulso
que viene a morir contra la cerrada coraza de los días.
Las tempestades vencidas, los agitados viajes,
sólo al olvido acuden, en su hastiado dominio
se precipitan y preparan nuevas incursiones
contra la vieja piel del hombre
que espera a su fin
como pastor de piedra ingenua y a ciegas.
III
Y hay también el tiempo que rueda interminable,
persistente, usando y cambiando,
como piedra que cae o carreta que se desboca.
El tiempo, muchacha, que te esconde en su pecho
con tus manos seguras y tu melena de legionaria
y algo de tu piel que permanece;
el tiempo, en fin, con sus armas ocultas.
Nada nuevo.


Cada poema

Cada poema un pájaro que huye
del sitio señalado por la plaga.
Cada poema un traje de la muerte
por las calles y plazas inundadas
en la cera letal de los vencidos.
Cada poema un paso hacia la muerte,
una falsa moneda de rescate,
un tiro al blanco en medio de la noche
horadando los puentes sobre el río,
cuyas dormidas aguas viajan
de la vieja ciudad hacia los campos
donde el día prepara sus hogueras.
Cada poema un tacto yerto
del que yace en la losa de las clínicas,
un ávido anzuelo que recorre
el limo blando de las sepulturas.
Cada poema un lento naufragio del deseo,
un crujir de los mátiles y jarcias
que sostienen el peso de la vida.
Cada poema un estruendo de lienzos que derrumban
sobre el rugir helado de las aguas
el albo aparejo del velamen.
Cada poema invadiendo y desgarrando
la amarga telaraña del hastío.
Cada poema nace de un ciego centinela
que grita al hondo hueco de la noche
el santo y seña de su desventura.
Agua de sueño, fuente de ceniza,
piedra porosa de los mataderos,
madera en sombra de las siemprevivas,
metal que dobla por los condenados,
aceite funeral de doble filo,
cotidiano sudario del poeta,
cada poema esparce sobre el mundo
el agrio cereal de la agonía.


Canción del este

A la vuelta de la esquina
un ángel invisible espera;
una vaga niebla, un espectro desvaído
te dirá algunas palabras del pasado.
Como agua de acequia, el tiempo
cava en ti su arduo trabajo
de días y semanas,
de años sin nombre ni recuerdo.
A la vuelta de la esquina
te seguirá esprando vanamente
ése que no fuiste, ése que murió
de tanto ser tú mismo lo que eres.
Ni la más leve sospecha,
ni la más leve sombra
te indica lo que pudiera hber sido
ese encuentro. Y, sin embargo,
allí estaba la clave
de tu breve dicha sobre la tierra.


NOCTURNO

Noche de claro de luna pura como la plata,
oleaje azul de la noche,
reverberantes olas que sin hablar
una tras otra se suceden.
Sombras caen sobre el camino,
los arbustos de la playa lloran quedamente,
negros gigantes vigilan la plata de la ribera.
Silencio profundo a mitad del estío,
sueño y ensueño.
la luna deslizándose sobre el mar
blanca y tierna.


Tres imágenes

I
La noche del cuartel fría y señera
vigila a sus hijos prodigiosos.
La arena de los patios se arremolina
y desaparece en el fondo del cielo.
En su pieza el Capitán reza las oraciones
y olvida sus antiguas culpas,
mientras su perro orina
contra la tensa piel de los tambores.
En la sala de armas una golondrina vigila
insomne las aceitadas bayonetas.
Los viejos húsares resucitan para combatir
a la dorada langosta del día.
Una lluvia bienhechora refresca el rostro
del aterido centinela y hace su ronda.
El caracol de la guerra prosigue su arrullo
interminable.
II
Esta pieza de hotel donde ha dormido un
asesino, esta familia de acróbatas con una nube
azul en las pupilas,
este delicado aparato que fabrica gardenias,
esta oscura mariposa de torpe vuelo,
este rebaño de alces,
han viajado juntos mucho tiempo
y jamás han sido amigos.
Tal vez formen en el cortejo de un sueño
inconfesable
o sirvan para conjurar sobre mí
la tersa paz que deslíe los muertos.
III
Una gran flauta de piedra
señala el lugar de los sacrificios.
Entre dos mares tranquilos
una vasta y tierna vegetación de dioses
protege tu voz imponderable
que rompe cristales,
invade los estadios abandonados
y siembra la playa de eucaliptos.
Del polvo que levantan tus ejércitos
nacerá un ebrio planeta coronado de ortigas.


Grieta matinal

Cala tu miseria,
sondéala, conoce sus más escondidas cavernas.
Aceita los engranajes de tu miseria,
ponla en tu camino, ábrete paso con ella
y en cada puerta golpea
con los blancos cartílagos de tu miseria.
Compárala con la de otras gentes
y mide bien el asombro de sus diferencias,
la singular agudeza de sus bordes.
Ampárate en los suaves ángulos de tu miseria.
Ten presente a cada hora
que su materia es tu materia,
el único puerto del que conoces cada rada,
cada boya, cada señal desde la cálida tierra
donde llegas a reinar como Crusoe
entre la muchedumbre de sombras
que te rozan y con las que tropiezas
sin entender su propósito ni su costumbre.
Cultiva tu miseria,
hazla perdurable,
aliméntate de su savia,
envuélvete en el manto tejido con sus más secretos hilos.
Aprende a reconocerla entre todas,
no permitas que sea familiar a los otros
ni que la prolonguen abusivamente los tuyos.
Que te sea como agua bautismal
brotada de las grandes cloacas municipales,
como los arroyos que nacen en los mataderos.
Que se confunda con tus entrañas, tu miseria;
que contenga desde ahora los capítulos de tu muerte,
los elementos de tu más certero abandono.
Nunca dejes de lado tu miseria,
así descanses a su vera
como junto al blanco cuerpo
del que se ha retirado el deseo.
Ten siempre lista tu miseria,
y no permitas que se evada por distracción o engaño.
Aprende a reconocerla hasta en sus más breves signos:
el encogerse de las finas hojas del carbonero,
el abrirse de las flores con la primera frescura de la tarde,
la soledad de una jaula de circo varada en el lodo
del camino, el hollín en los arrabales,
el vaso de latón que mide la sopa en los cuarteles,
la ropa desordenada de los ciegos,
las campanillas que agotan su llamado
en el solar sembrado de eucaliptos,
el yodo de las navegaciones.
No mezcles tu miseria en los asuntos de cada día.
Aprende a guardarla para las horas de tu solaz
y teje con ella la verdadera,
la sola materia perdurable
de tu episodio sobre la tierra.


Razón del extraviado

Para Alastair Reid
Vengo del norte,
donde forjan el hierro, trabajan las rejas,
hacen las cerraduras, los arados,
las armas incansables,
donde las grandes pieles de oso
cubren paredes y lechos,
donde la leche espera la señal de los astros,
del norte donde toda voz es una orden,
donde los trineos se detienen
bajo el cielo sin sombra de tormenta.
Voy hacia el este,
hacia los más tibios cauces
de la arcilla y el limo
hacia el insomnio vegetal y paciente
que alimentan las lluvias sin medida;
hacia los esteros voy, hacia el delta
donde la luz descansa absorta
en las magnolias de la muerte
y el calor inaugura vastas regiones
donde los frutos se descomponen
en una densa siesta
mecida por los élitros
de insectos incansables.
Y, sin embargo, aún me inclinaría
por las tiendas de piel, la parca arena,
por el frío reptando entre las dunas
donde canta el cristal
su atónita agonía
que arrastra el viento
entre túmulos y signos
y desvía el rumbo de las caravanas.
Vine del norte,
el hielo canceló los laberintos
donde el acero cumple
la señal de su aventura.
Hablo del viaje, no de sus etapas.
En el este la luna vela
sobre el clima que mis llagas
solicitan como alivio
de un espanto tenaz y sin remedio.


Cita

Bien sea en la orilla del río que baja de la cordillera
golpeando sus aguas contra troncos y metales dormidos,
en el primer puente que lo cruza y que atraviesa el tren
en un estruendo que se confunde con el de las aguas;
allí, bajo la plancha de cemento,
con sus telarañas y sus grietas
donde moran grandes insectos y duermen los murciélagos;
allí, junto a la fresca espuma que salta contra las piedras;
allí bien pudiera ser.
O tal vez en un cuarto de hotel,
en una ciudad a donde acuden los tratantes de ganado,
los comerciantes en mieles, los tostadores de café.
A la hora de mayor bullicio en las calles,
cuando se encienden las primeras luces
y se abren los burdeles
y de las cantinas sube la algarabía de los tocadiscos,
el chocar de los vasos y el golpe de las bolas de billar;
a esa hora convendría la cita
y tampoco habría esta vez incómodos testigos,
ni gentes de nuestro trato,
ni nada distinto de lo que antes te dije:
una pieza de hotel, con su aroma a jabón barato
y su cama manchada por la cópula urbana
de los ahítos hacendados.
O quizá en el hangar abandonado en la selva,
a donde arrimaban los hidroaviones para dejar el correo.
Hay allí un cierto sosiego, un gótico recogimiento
bajo la estructura de vigas metálicas
invadidas por el óxido
y teñidas por un polen color naranja.
Afuera, el lento desorden de la selva,
su espeso aliento recorrido
de pronto por la gritería de los monos
y las bandadas de aves grasientas y rijosas.
Adentro, un aire suave poblado de líquenes
listado por el tañido de las láminas.
También allí la soledad necesaria,
el indispensable desamparo, el acre albedrío.
Otros lugares habría y muy diversas circunstancias;
pero al cabo es en nosotros
donde sucede el encuentro
y de nada sirve prepararlo ni esperarlo.
La muerte bienvenida nos exime de toda vana sorpresa.


Ciudad

San Salvador:
un tren
sobre los guijarros de la noche
Vagones apestados de mendigos
Avenidas de Dante y Diosmeguarde
San Salvador no tiene nombre propio:
se llama miseluz guarhumo puñaluna
Un fósforo se enciende
y brillan las heridas
San Salvador ya no echa de menos a la lluvia
Se convirtió en maroma que observamos
con la boca redonda
de sorpresa
y de hambre